lunes, 4 de abril de 2011

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Como en la isla no había agua ni dinero, muchos hombres emigraban. Y los que no emigraban se enrolaban con frecuencia en los barquitos de pesca que faenaban en la costa del Sáhara. Era como ir al infierno. Pues permanecían durante seis meses a bordo de aquellas cáscaras flotantes, sobreviviendo entre el pescado que iban capturando, sin nunca pisar tierra. Cuando volvían para las fiestas del Carmen, o por Navidad, por cada mes de sufrimiento habían envejecido cinco años. Recuerdo con dolor el caso de Marcial, un joven y competente carpintero, vecino de mis abuelos: se enroló en julio porque se quedó sin trabajo en la carpintería, y cuando regresó en diciembre era un anciano irreconocible. Sin agua y sin dinero no se podía vivir. Yo comprendí que había nacido en el lugar y en el tiempo equivocados cuando tuve consciencia de lo que significaba tener un aljibe; cuando vi llover por primera vez, con once años de edad, y las cosechas florecieron de repente; cuando descubrí con espanto, en un barranco apartado, yendo para Famara, los esqueletos de los camellos que habían muerto (literalmente) de sed; cuando el cura no le daba a mi padre el sueldito que le debía, alegando dificultades, mientras dejaba caer al suelo, como por casualidad, el cesto de mimbre lleno de billetes de veinte duros... Sin agua no había dinero y sin dinero no había vida. A la muerte se llegaba por tres caminos, antes de morirse: por el camino de la emigración, o yendo a pescar a La Costa, o subiendo la escalera del prestamista. Y el prestamista, de cuyo nombre no quiero acordarme, era amigo íntimo de don Jesús Fajado, y protector destacado de la Iglesia Católica; confesaba y comulgaba todos los días; y a la salida de misa, tempranito, se dirigía a su despacho para atender a la fila de hombres tristes, con documentos bajo el brazo, que siempre le esperaba desde el amanecer. Aquellos hombres iban subiendo la escalera poco a poco, en silencio, con una especie de respeto religioso que en realidad era pánico. Sin mediar palabra (el motivo de la visita era evidente), allá arriba entregaban las escrituras de propiedad de sus casas o tierras al "bienhechor"; éste las examinaba; a veces las recusaba; y a veces se quedaba con ellas, a cambio del dinero en efectivo que él mismo creyera oportuno "prestar". Y los hombres tristes bajaban la escalera todavía más tristes, sin negociar, sin ponerse de acuerdo en cuanto a plazos e intereses, sin despedirse, porque sabían que habían perdido sus bienes para siempre, por las buenas o por las malas.