martes, 5 de abril de 2011

0107

Agustín nunca aceptó la idea de quedarse en Brasil para siempre. Ni Parnaíba ni el delta le gustaban. Pensaba que las aguas del río, que no dejaban de correr hacia el mar, jamás le devolverían el cuerpo de Conchita. Su obsesión era llegar a Venezuela, algún día, de alguna forma, costara lo que costase. Y a Venezuela se fue, al cabo de ocho años de intenso sufrimiento, con su mujer, dos hijas y un hijo, sin documentos, sin equipaje, sin dinero, y por caminos y fronteras que Nicolás desconocía, o que no quiso contarme, por miedo, o por alguna otra razón... Nicolás, en cambio, sí se resignó. Se olvidó de la aventura venezolana, enterró el cuerpo de Encarnación en Parnaíba, y allí se quedó, con dos hijos y una hija, tratando de sobrevivir sin llamar mucho la atención y sin volver a desafiar a la suerte. Con prudencia, humildad, paciencia, sacrificio y mucho sudor, había conseguido algunas cosas: una humilde casa propia, levantada con sus propias manos; un pequeño taller de chapa y pintura, donde trabajaban sus dos hijos varones, todavía solteros; un matrimonio feliz de su hija Encarnita, con un profesor de música, mulato, natural de Fortaleza; un nieto bonito, alegre, inteligente y cariñoso... Nicolás tenía motivos para tener la conciencia tranquila. Pero no encontraba la paz sin encontrarse a sí mismo: sin sentir sus propias raíces; sin tener todos los derechos; sin conocer la igualdad; sin recuperar el origen, bueno o malo, pero verdadero. Y fue para eso -para hablarme de la angustia que lo mortificaba, y sabiendo que yo era sobrino de su amigo Alberto Hernández- para lo que me llevó a la Ilha das Canárias. Él sabía que aquello de la insularidad repetida, a un lado y al otro del Atlántico, era una simple coincidencia que daba que pensar, pero que no convenía dramatizar para no aumentar la nostalgia. Sin embargo, con los pies puestos donde mismo había encallado el Esperanza, los deseos de volver a Las Palmas le impedían razonar con claridad. Era como si, desde allí, sus ojos extraviados alcanzaran a ver el Roque Nublo, o el faro de La Isleta, detrás del horizonte marino. Su drama tenía algunas semejanzas con el mío: por un lado estaba convencido de que ya no podía hacer nada más, ni por sus hijos, ni por su esposa muerta, ni por nadie; por otro, no le importaba nada perder la casa de Parnaíba, la lancha y los ahorros, con tal de sentirse tranquilo; por otro, no sabía cómo regresar a España, ni por dónde, ni con qué papeles, ni con qué garantías. Quería tener la certeza de que, cuando la muerte llegara, podría morir en lo más alto de la calle Milagro, viendo por última vez, por la ventana abierta, el tráfico marítimo del Puerto de La Luz, allá, a la izquierda, después de Ciudad Jardín y de la playa de Las Alcaravaneras. Para ello estaba dispuesto a pagar todos los precios que hubiese que pagar, menos uno: el de seguir sintiéndose perseguido, y a veces maltratado, por algo o por alguien difícil de identificar... Nicolás nunca se había confesado con tanto detalle y tanta sinceridad. Y ahora, sin nada más que decirme, esperaba mi respuesta o mis comentarios. Pero, trastornado, yo no supe qué decirle, y sólo conseguí hacerle dos promesas: la primera, que, después de oirle, era yo -yo mismo- el que volvería a España sin más tardanzas; la segunda, que, mientras volvía, haría todo cuanto estuviese en mis manos para ayudarle... (Y no fue mucho lo que pude hacer por él, porque, cuando conseguí regresar a Las Palmas, descubrí que de la casa de la calle Milagro solamente quedaba una pared, con dos ventanas tapiadas).