martes, 5 de abril de 2011

0067

La Armada Española, que desde fuera parecía una cosa tan seria y tan bien organizada, por dentro se parecía un poco al ejército de juguete que mi primo Antonio había inventado cuando éramos niños. El tráfico marítimo del puerto de Cartagena, tanto civil como militar, se controlaba desde un puesto de vigilancia instalado en el histórico castillo de Galeras, que, como es sabido, se encuentra en el monte Galeras, con magníficas vistas para toda la dársena y para el mar abierto. El encargado de ese puesto de vigilancia era un oficial tartamudo que tenía la obligación de dictarme a mí (o a quien atendiera en la Ayudantía Mayor), por teléfono, las características de cada barco que entrara o saliera, deletreándonos el nombre y la nacionalidad del mismo y la hora y los minutos de la correspondiente operación. Yo (o quien estuviera en mi lugar) reenviaba el mismo mensaje, también por teléfono, sobre la marcha, a la Capitanía General. Y al día siguiente (...) se confirmaba por escrito todo lo que se había transmitido por vía telefónica, para comprobar una y otra vez que los errores eran muchos, por los nombres tan extraños de algunos barcos, o por las banderas poco frecuentes o en mal estado de conservación, o por la dificultad con que se expresaba el oficial de Galeras. Y una tarde, como por sorpresa, a la dársena de Cartagena llegó la VI Flota norteamericana, haciendo prácticamente imposible el control marítimo, que ya era difícil. Algunos barcos fondearon y otros atracaron. Y, por alguna increíble equivocación de los americanos, el primer buque que consiguió atracar atracó izando la bandera de la fenecida República Española, y no la impuesta y defendida por los que ganaron la guerra, cuyos representantes estaban en el muelle, ofreciendo hospitalidad y buenas maneras... Lo que sucedió como consecuencia de aquel equívoco me dio la oportunidad de escuchar por teléfono la desagradable voz de don Luis Carrero Blanco (mano derecha, y posible sucesor, algún día, del Generalísimo Franco), que, desde Madrid, mostraba un gran interés en localizar al Ayudante Mayor del Arsenal. Las duras palabras que oí de Carrero Blanco aumentaron el miedo que siempre le tuve a los teléfonos -a comunicarme por un aparato feo y negro, de dos piezas, sin verle la cara a mi interlocutor. Y, por ese miedo aumentado, mi pacífica vida en la Ayudantía Mayor se complicó bastante. Pues encima mismo de mi camastro colocaron un cacharro parecido a una nevera, con auriculares, botones, lucecitas y ruiditos, que era más que un teléfono, porque en realidad era un radio-teléfono: "un instrumento de avanzada tecnología, para la moderna defensa del Mediterráneo en general, y del Estrecho en particular". Aquellas luces y aquellos ruidos no dejaron de incomodarme, pero, gracias a Dios, nunca reclamaron nada que de mí dependiera, porque en la práctica no servían para nada. De haber sido necesaria mi intervención o mi iniciativa, la defensa de los mares habría sido un desastre.