martes, 5 de abril de 2011

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Llegué a Teguise el 24 de diciembre por la tarde y encontré a mis padres viviendo sin grandes sobresaltos en la casa de dos pisos de la plaza, donde fui recibido con escaso entusiasmo y sin sentir yo mismo nada extraordinario. Fue como si hubiese ido a la panadería, o al ayuntamiento, y estuviese regresando con el pan o con los papeles, después de andar por el pueblo durante un rato. Mi padre ni siquiera se levantó del sillón donde estaba sentado, y mi madre había envejecido y engordado. Y como nunca la había llamado por su nombre, sino por mamá, ahora -al ser una anciana- no sabía cómo llamarla y la llamé Mandrea, como si estuviese hablando con mi abuela fallecida. Mi abuelo Pedro había muerto y yo no conseguía recordar ni cuándo ni cómo, ni nadie supo decirme dónde estaba enterrado ni quién lo enterró. Veremunda era un esqueleto con una melena amarilla de dos metros de largo, tendido en una cama antigua que me daba miedo porque me recordaba cosas olvidadas. La casa de labranza de mi infancia más feliz había sido vendida. Y ahora, y para celebrar de alguna forma mi vuelta al hogar, lo que sobró de aquella casa (mantel, loza, servilletas, cubiertos) lo aprovechaba mi madre para preparar la mesa del comedor, antes de servir una cena de Nochebuena como las de antaño, o parecida, porque igual no podía ser... Mientras tanto, y dada mi incapacidad para las tareas domésticas, yo me quedé a solas con mi padre, en el despacho de las enciclopedias y los violines, cuya ventana daba para la plaza. Fuera, alrededor de la fuente sin agua, el gentío era cada vez mayor, y cantaba y gritaba cada vez más alto, a la espera de la tradicional misa del Nacimiento, en la que el Rancho de Pascua volvería a tocar, cantar y danzar músicas antiquísimas. Era como si estuviésemos en los años cuarenta o cincuenta -como si yo no me hubiera ido nunca. Y por eso, tal vez, mi padre no tenía nada que decir, ni que decirme. Contemplábamos la fiesta, mudos, como si fuese la misma fiesta del pasado, monótona, repetida, jamás terminada. Hasta que mi madre nos llamó para que fuésemos a comer. Y fuimos sin prisa, sin interés, como si no tuviésemos apetito o no quisiésemos ir. Pero no nos sentamos en las pesadas sillas que nos estaban esperando, porque mi padre me miró con una mirada severa, cargada de rencor, y me dijo con voz temblorosa, apuntándome con el dedo amenazante: "Te lo dije. Y ahora vuelves como si fueras otro. Porque eres otro, sí, que no sabe lo que quiere, ni de dónde es, ni dónde está". Y dio media vuelta, salió del comedor, subió la escalera, y se fue a dormir, dejándonos de piedra y con la mesa puesta.