martes, 5 de abril de 2011

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El tren seguía hacia el norte, en dirección a Madrid. Y yo seguía soñando con la Puerta del Sol. Pero nosotros nos quedamos en Alcázar de San Juan, porque era allí, en aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre sí me acuerdo, donde teníamos que coger otro tren (el de Levante), que, cambiando de dirección, nos llevaría hasta Valencia. Aquello me dolió. Pues, en el mapa que mi padre me había puesto en la maleta, Madrid estaba a pocos centímetros de distancia de donde nos encontrábamos. Pero me resigné, prometiéndome a mí mismo que alguna vez volvería a viajar hacia el norte, y que más pronto que tarde llegaría hasta la Puerta del Sol. Alcázar de San Juan existía, pero era como si no existiese, porque, siendo un importante centro ferroviario, se ocultaba bajo una espesa nube de carbonilla que hacía más fría y más triste el amanecer helado. Para no morir de frío durante las quince horas de espera que teníamos por delante, alquilamos un cuarto barato en una casa de huéspedes que había en la misma estación, y nos dedicamos a escribir cartas amargas. Salvador de la Cruz le escribió a la madre y yo le escribí a mi novia. Y, antes de que oscureciera del todo, fuimos con los sobres cerrados y sellados a buscar un buzón. Y no había buzones cuadrados y azules, con una ranura para echar la correspondencia, seguros, pegados a la pared, como los de Lanzarote. Solamente encontramos un cilindro amarillo, como un pene gigante, plantado en una esquina de una calle oscura y desierta, en el que sí se podían dejar las cartas. Pero Salvador de la Cruz se negó a dejar la suya. Las cartas para las madres canarias -me dijo- no se podían abandonar así porque sí en un cacharro cualquiera, expuesto a cualquier imprevisto. Y se metió el sobre entre la camisa y la camisilla, junto al corazón, guardándolo como si estuviese seguro de que sus palabras manuscritas llegarían a Mozaga por los caminos poderosos y expeditos del alma.