martes, 5 de abril de 2011

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El viaje a Buenos Aires también me sirvió para recabar información sobre lo que estaba pasando en Argentina con la brutalidad de los militares. No fue fácil conseguir datos reales y creíbles, probados, pero los que conseguí me horrorizaron, y me sirvieron después para comprender de forma clara que toda América Latina se había transformado en un peligroso manicomio. Sólo entonces (y pido perdón por ello) entendí por qué, en São Paulo, entre mis alumnos, había siempre un alumno que no era alumno ni se quitaba el sombrero, que me seguía a todas partes, y que anotaba todo cuanto yo hacía y decía. Sólo entonces (y vuelvo a pedir perdón) abrí los ojos, dejé de pensar únicamente en los éxitos profesionales y particulares, y presté atención a lo que pasaba a pocos metros de mi casa, en el cuartel de la rúa Tutóia. La realidad no podía ser peor: en los países donde los naturales con todos los derechos podían desaparecer como por arte de magia, los inmigrantes que pisábamos suelo prestado no valíamos nada -éramos nada... La irresistible atracción del Ecuador (de la nada que separaba los hemisferios) volvió a quitarme el sueño. La diferencia estaba en que, ahora, no se trataba de viajar en dirección sur, en busca de una isla negra y volcánica como Lanzarote, sino en dirección norte, en busca del inmenso Nordeste de la sequía y del olvido. El Estado más pobre del Nordeste (y de todo el Brasil) era el Piauí. Y en el Piauí había un puerto fluvial, Parnaíba, donde la máxima belleza natural coincidía con el mínimo desarrollo económico y social. Si los indios eran felices en las orillas del río Amazonas, yo podría ser feliz en las orillas del río Parnaíba (que daba nombre a la ciudad). Cambiando la vieja letanía, ahora trataba de convencerme a mí mismo con un nuevo discurso: "La felicidad se encuentra con mucha lejanía y poca información". Sin periódicos actualizados ni teléfonos con prisa, como era el caso de la remota Parnaíba, las posibilidades de encontrar lo que nunca había encontrado eran muchas.