martes, 5 de abril de 2011

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Participando de aquel esfuerzo de selección, análisis, reflexión, censura, redacción, programación y proyección que hacíamos en el Arsenal de Cartagena, acabé conociendo todos los secretos, o casi todos, de las quinientas o seiscientas mejores películas producidas por la industria cinematográfica en todo el mundo, incluídas las que en España no se podían exhibir. Mi vieja vocación teatral se fue diluyendo en la fascinación creciente que me producía el cine. Nunca encontré una emoción que pudiese superar la que producen los teatros llenos de entusiasmo. Pero el cine era el cine. Y, para colmo, Federico Maestre estaba convencido de que yo era mejor autor que actor. Escribir para el cine era algo en lo que nunca había pensado. Pero ahora, pensándolo bien, me pareció que podía ser un sueño nuevo, grande y definitivo. Y seguí por ese camino después de leer la montaña de libros especializados que Federico me regaló, y de someter algunos guiones a la crítica de cineastas catalanes, amigos de mi jefe y amigo. Porque eran amigos, o porque de verdad pensaban lo mismo que decían, el parecer de aquellos cineastas no dejaba de ser favorable y coincidente. Todos ellos elogiaban, de una forma o de otra, lo que yo escribía. A todos les llamaba la atención mi origen lanzaroteño y la novedad de mi nombre de ciudadano común, del que nunca habían oído hablar. Y todos recomendaban lo mismo: que me fuera para Barcelona ("centro cultural europeo") lo antes posible.