martes, 5 de abril de 2011

0074

Cataluña no era Francia, pero tampoco era Murcia, La Mancha, Andalucía o Canarias. Barcelona, la capital de la región, con su fuerte personalidad, tenía algo de ciudad extranjera. Los catalanes pensaban, hablaban y actuaban como si, a veces, fuesen un pueblo distinto. Para los que llegábamos de fuera la integración no era fácil. Y se hacía muy difícil cuando nos sentíamos acosados por la llamada ley de vagos y maleantes (que no era un invento catalán, sino que estaba impuesta y administrada por la dictadura, pero que coincidía en su esencia con el sentimiento de algunos catalanes que no veían con buenos ojos la invasión de inmigrantes procedentes de la España más pobre). A las familias gallegas que llegaban a la Estación del Norte en el tren de las doce y media, la policía las expulsaba en el tren de las cinco menos cuarto con todos sus colchones, catres, maletas, y niños acatarrados y llorones. A mí, sin ser gallego ni murciano, me detuvieron por el simple hecho de ir bien vestido, con terno y corbata, en un bar de la Barceloneta donde marineros en paro hipotecaban todos sus bienes mientras soñaban con enrolarse en un barco extranjero. A los agentes de paisano que me llevaron a la temida comisaría de la Vía Layetana les pareció sospechosa mi indumentaria, que contrastaba con las ropas gastadas de los clientes del bar, y no dudaron en tratarme como a un delincuente. Cuando el pánico se apoderó de mí, ante el comisario que me interrogaba en un cuarto sin muebles del segundo piso, con balcón abierto para la calle, llegué a dudar entre arrojarme al vacío o dejar que me arrojaran. Pues no sabía qué responder, y lo que respondía no satisfacía ni mucho ni poco al energúmeno. Sin obtener respuestas que pudieran comprometerme, dándole a él algún tipo de razón o de satisfacción, ordenó a sus subordinados que me registrasen. Y, registrándome de la cabeza a los pies, se sorprendieron, casi se asustaron, al encontrar en mi cartera una tarjeta de don Blas Pérez González, el canario de La Palma que había sido ministro de la Gobernación (jefe máximo de la Policía...) durante quince años. La verdad no era fácil de entender ni de creer para aquellos funcionarios del terror. Pero no me quedó otro remedio que contarla: doña Esperanza Spínola, mi profesora, amiga y protectora, le había escrito a don Blas, hablándole de mí, y preguntándole si sería posible que me recibiera, si alguna vez yo tuviera la suerte de pasar por Madrid; y coincidió que el ministro (febrero del 57) estaba dejando el Ministerio; y, antes de dejarlo, y a pesar de su fama de hombre duro, le contestó a doña Esperanza con una nota amable escrita de puño y letra en el reverso de aquella tarjeta, diciéndole que sí, que le gustaría recibirme y conocerme, pero, dadas las circunstancias, nos proponía que, llegada la ocasión, mantuviésemos contacto previo con su hermano, don Esteban, abogado de renombre, y, por casualidad, presidente del Hogar Canario (casa regional canaria) de Madrid. La ocasión nunca llegó, pero yo guardé aquella tarjeta como oro en paño. En ella seguían estando las señas de don Esteban: calle de Velázquez, número 28, 3º derecha - teléfonos 225.09.02 y 226.51.12. Ni el comisario que me interrogaba, ni los agentes que me registraban, estaban dispuestos a creer en mi palabra, o, al menos, en la letra del ex ministro. Y llamaron a don Esteban por teléfono, para salir de dudas. Y don Esteban los puso en contacto con don Blas. Y yo sentí por primera vez en mi vida la dolorosa impotencia que puede sentirse cuando se vive en tierra ajena y todo depende de la enfermiza voluntad de los enanos de las fronteras y las burocracias.