martes, 5 de abril de 2011

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Igual que Manuel Fraga, José María de Areílza y Martínez de Rodas también había sido ministro y embajador, y también se creía el español con más méritos y posibilidades para ser presidente del Gobierno. Comparando sus biografías podían encontrarse curiosas coincidencias, y sin embargo eran personas muy diferentes. Areílza presumía de ser el hombre más elegante de España y Fraga era el hombre menos elegante del mundo. Del uno se decía que se desayunaba con champán francés, y el otro era un experto en queimadas gallegas. Areílza, al fin y al cabo, era un aristócrata. Era marqués de Santa Rosa del Río. Y sería más tarde (por la madre) III conde de Rodas. Pero no era conde de Motrico, como todo el mundo pensaba y él dejaba que pensasen. O mejor dicho: era, sí, conde... consorte de Motrico, por su matrimonio con doña María de las Mercedes de Churruca y Zubiría, IV condesa de Motrico. El escritor Francisco Umbral lo definió con ironía y pocas palabras después de muerto: "Areílza era un esnob que iba de conde sin serlo, que iba de liberal habiendo sido alcalde falangista de Bilbao, y que iba de rico sin serlo tampoco demasiado". En todo caso, y fuera como fuese, lo que ahora quiero contar son algunos recuerdos, de los muchos que guardo del hombre vanidoso, difícil y cambiante que conocí de cerca:
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Areílza se acostaba a las ocho y se levantaba de madrugada, antes de salir el sol. Cuando Madrid despertaba, él ya había leído todos los periódicos matutinos que se editaban en la capital. Y, después de leerlos, enseguida me llamaba por teléfono para comentarme, o para discutir conmigo, los contenidos que más le interesaban. Pero como yo seguía en la cama y no sabía de qué me estaba hablando, me obligaba a mentir. Cuando me preguntaba si tenía delante el Ya, o El País, o ABC, le decía que sí. Cuando me pedía que buscara la página 27, o la 32, o la 55, fingía que la buscaba. Cuando me daba su opinión sobre alguna noticia, artículo o editorial, yo le daba, claro que sí, toda la razón.
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De los periodistas, Areílza pensaba mal: "Si, con sueldos tan bajos, escriben de todo pensando que saben de todo, es que no saben de nada. Por eso suelen ser resentidos y malas personas".
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Sobre las mentiras y ofensas pronunciadas o publicadas por los enemigos políticos, me decía: "No sufras tanto, querido Domingo. Aprende. Todo eso se soporta con facilidad, procurando en la Enciclopedia Británica el nombre de quien habla o escribe. Si no está, es como si no existiera".
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El conde siempre se sentaba procurando tener a sus espaldas la luz de una ventana abierta o de una lámpara potente. Así, él podía ver con claridad las caras de sus interlocutores, sin exponer demasiado la suya.
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Sobre la democracia real, opinaba: "Cuidado. Los pobres (ojo con el PSOE de Felipe González) en realidad son mayoría. No nos engañemos. Y cuando los pobres llegan de repente al poder que nunca han tenido, y descubren el abundante dinero público que nunca han visto, pueden ser muy peligrosos".
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En cuanto a la elegancia: "La elegancia son los gestos, la forma de ser y de estar, y no esos ternos cruzados, como los míos, que cualquiera puede comprar a plazos".
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Comiendo en el reservado de El Bodegón: "El mejor vino tinto del mundo es el de Rioja. Siempre y cuando, claro está, que sea de garrafón".
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También con las palabras, igual que con el vino, Areílza solía contradecir su fama de hombre exigente, intolerante, en cuanto a la excelencia de las cosas: si eran escritas tenían que ser perfectas en el fondo y en la forma; si eran habladas, podían ser hasta malsonantes, desde que fueran pronunciadas por él, y por nadie más: cabrón, coño, hijo de puta, no me jodas...
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En lo que Areílza no cedía, ni se contradecía, era en el protocolo: en la puesta en escena del convivir civilizado, fuese público o privado. Para él, una carta era mucho más que un papel bien escrito; una cena cualquiera era una ceremonia sujeta a mil leyes y principios; un encuentro de embajadores tenía que ser una contundente demostración de sabiduría, estética, inteligencia y equilibrio. Por eso, siendo quien soy, y viniendo de donde vengo, lo irrité muchas veces con mi falta de "diplomacia". Por ejemplo: desde niño, yo tenía la costumbre de abrirle la puerta trasera derecha del coche a las personas mayores o importantes, para que entraran con comodidad y se sintieran respetadas. Y con Areílza hacía lo mismo. Pero haciéndolo, él tenía que hacer un gran esfuerzo para sentarse del otro lado, detrás del chófer, a fin de dejarme sitio a mí. Y así, además de arrugarse y despeinarse, el conde quedaba a la izquierda y yo a la derecha, como si fuese el más importante. Con lo cual, el problema se transformaba en escándalo: la gente que nos veía pasar por las calles de Madrid podía pensar que, si quien iba a la izquierda quería ser presidente del Gobierno, el que iba a la derecha seguramente pretendía la Corona.