martes, 5 de abril de 2011

0117

Mi primera impresión, en la plaza de la Nochebuena, había sido un espejismo. Lo que yo buscaba no existía, ni era posible: la casa donde nací, en el callejón del Miedo, ahora era de un matrimonio alemán que había reformado por completo su interior; las empedradas calles del pasado ahora estaban cubiertas de adoquines que parecían de plata; la ventana de mi cuarto (por la que veía los muslos de las mujeres), en la casa de La Plazuela, ahora era una puerta por la que se entraba a una tienda de artesanía barata, para turistas pobres... Me había perdido en el laberinto de las palabras: familia, felicidad, norte, sur, emigración, exilio, cinematografía, nacionalidad, pertenencia, libertad, política, participación, origen, identidad... Nadie me había dicho nunca que esa última palabra -identidad- poco tenía que ver con la partida de nacimiento o con el pasaporte. Y no era fácil reconocer que mi padre no era el mejor hombre del mundo, ni mi madre la mejor mujer: que las personas que más me habían querido y entendido no eran de Teguise, ni de Lanzarote, ni habían estado nunca en Canarias... Por eso, y por mucho más, ahora no tenía sentido regresar a la nada cargada de dolor y de confusión: una Democracia (nieta del Referéndum del 47) que elegía una y otra vez a los alcaldes que vivían entrando y saliendo de la cárcel, por robo o por estafa; unos concejales orgullosos de su ignorancia general básica; un Turismo que además de corromper y destruir sólo creaba empleos precarios y humillantes; una corrupción generalizada, aceptada con naturalidad, y a veces con admiración; un periodismo desintegrador y rencoroso; una economía especulativa, en la que producir bienes y servicios era lo de menos; una juventud que exigía más derechos, sin más obligaciones, para progresar sin necesidad de trabajar demasiado; unas políticas locales e insulares embrutecedoras; un nacionalismo de barrio, que, con bandera estrellada, desteñida y diferenciada, y con una idea primitiva de la cultura, reclamaba el derecho de los canarios a ser guanches (prehispánicos), pero sin asumir de verdad la responsabilidad del propio destino, ni renunciar a la llegada de más turistas colonizadores y de más ayudas públicas y privadas del godo opresor...