martes, 5 de abril de 2011

0078

Yo no podía vivir sin seguir huyendo en busca de mí mismo. Para mí, andar hacia atrás en el tiempo o en el espacio era lo mismo que morir. Pero tal vez debía de morir, para no seguir haciendo tanto daño a las únicas personas que de verdad eran mías, de una forma o de otra. Conciliar la huída y el regreso no era fácil. Necesitaba tiempo y sosiego para reconducir mi existencia. Y entonces le dije a Candelaria Bethencourt que iríamos a ver El puente sobre el río Kwai, del director David Lean, en el Cine Cataluña, en la sesión de las cuatro. Acordamos que el que llegara primero esperaría junto a la taquilla. Y yo no llegué, ni antes ni después, para no tener que confesar mi cobardía a la mujer con más talento y más iniciativa que había conocido hasta entonces. No solucioné nada, pero tampoco lo agravé. Durante mucho tiempo quise creer que fue así: que no perdí ni gané. Y ahora, transcurrido ya más de medio siglo, cuando intento recordar lo que entonces sucedió conmigo, me recuerdo a mí mismo caminando en blanco y negro, sin rumbo, por las calles de una Barcelona desierta, sin gente, sin coches ni tranvías, sin ruidos, sin luces, sin escaparates, con todas las puertas y todas las ventanas cerradas, como si la ciudad hubiese sido abandonada, o como si ella quisiera abandonarme, para librarse de mí.