lunes, 4 de abril de 2011

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En la Villa de Teguise, en aquellos tiempos oscuros, las niñas tuvieron más suerte que los niños. La depuración política del Magisterio fue más cruel y radical con los maestros que con las maestras. Y, por eso, entre los varones de mi edad hubo mucho más analfabetismo que entre las hembras. Mientras en la escuela femenina recuerdo a una sola profesora, en la masculina recuerdo a numerosos profesores. Por alguna razón o misterio, la maestra única, tranquila y educada que sigue en mi memoria se sentía tan protegida en medio de tanta incertidumbre, que hasta tenía casa propia. En aquella casa vivió siempre sin problemas. Su esposo, el Señor Carrión, ni siquiera trabajaba. No le hacía falta, teniendo como tenía el sueldo de la mujer. Y, sin tener que trabajar, mataba el tiempo en la plaza, conversando con quienes tuvieran calma y argumentos, o en el bar de la esquina, jugando al ajedrez. Nada nuevo, en La Villa de los desocupados. Lo nuevo del Señor Carrión era el pijama. Sólo él tenía y usaba pijama, y en pijaba iba a todas partes, a cualquier hora del día o de la noche. Eran pijamas a rayas, como las ropas que vestían los presidiarios en los países lejanos, y que, para qué negarlo, metían un poco de miedo.