martes, 5 de abril de 2011

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En Requena, los alumnos del curso de Enología, llegados de medio mundo, vivíamos en casas particulares. A mí, por alguna razón, me hospedaron en la casa de Carmen y María, dos hermanas solteras, que cocinaban y planchaban como si hubiesen nacido para dedicarse a cocinar y a planchar. Con ellas nunca tuve la menor relación afectiva (imposible en aquel pueblo y en aquellos tiempos), pero sí alimenticia. Nunca comí tan bien, aunque comiera solo y a deshora, casi a escondidas, para no coincidir en la mesa con las hospederas. Ni nunca engordé tanto, en tan poco tiempo. La única vez que las dos hermanas y yo comimos juntos, y que hablamos largo y tendido, fue durante la cena de mi último día en Requena. Fue como si supiéramos que después de aquella noche nunca más nos volveríamos a ver -como si la vida se interrumpiera y estuviésemos obligados a explicar lo no vivido. Yo, por mi parte, no pude evitar los comentarios sobre mi propia apatía. Pues quería que ellas supieran que me daba lo mismo irme que quedarme; que todos los sueños habían desaparecido de mi cabeza; que la Enología me seguía pareciendo una cosa rara y ajena; que no sentía la menor añoranza ni por Lanzarote ni por mi pasado. Ellas, traicionadas por la sinceridad, y después de tomar unas copitas de licor, llegaron a contarme con todo detalle las causas de su soltería. Siendo decentes, educadas y de buen ver, en la adolescencia no les faltaron pretendientes. Tanto la una como la otra ya tenían novio cuando estalló la guerra civil: el de Carmen era de Utiel y el de María era de allí mismo, de Requena. Los dos mantuvieron siempre una estrecha amistad, y los dos tuvieron la suerte de hacer juntos el servicio militar, incluso cuando fueron destinados a Canarias, al terminar la guerra española y comenzar la europea. Y en Canarias siguieron siendo amigos, a pesar de las dificultades que como soldados encontraron en la isla de Lanzarote, y en concreto en un pueblo llamado Teguise... Carmen y María hablaban de Teguise, sin saber que Teguise era mi pueblo, como si Teguise (como si La Villa) fuese un pueblo maldito... Y entonces me dijeron que fue allí, en aquel pueblo de aquella isla remota y difícil, donde sus novios pasaron hambre. Y el hambre los obligó a contraer matrimonio con dos muchachas del lugar, con las que regresaron a la Península, y con las que llegaron a tener hijos, en Valencia y en Alicante, respectivamente, donde se establecieron... Así fue como Carmen y María se quedaron solteras. Pero no se quedaron sin amor. Para seguir amando lo imposible (creyendo que de verdad fueron amadas) guardaron para siempre las cartas cargadas de sentimiento y de promesas -de juramentos- que en la juventud recibieron con matasellos de la Villa de Teguise. En una de aquellas cartas todavía conservaban la foto de una señora, de nombre Andrea Díaz Peña, que veneraban como si fuese la estampita de una santa, porque -decían- fue la persona que dio de comer todas las tardes a los novios hambrientos. Sin aquellas meriendas todo hubiera sido peor, tal vez mortal, para los hombres que Carmen y María perdieron, pero no dejaron de querer... Andrea Díaz Peña era mi abuela Mandrea...
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