martes, 5 de abril de 2011

0065

Volví a Cádiz para hacer el Curso de la Marina en el nuevo cuartel de instrucción de San Fernando. Allí anularon mi personalidad con humillación y cambiándome el nombre por el número 9156. Tal vez por eso -porque los números no tienen memoria- ni de aquel cuartel ni de aquella ciudad recuerdo nada. De las tinieblas gaditanas solamente he podido rescatar una historia verdadera y transparente: Pantera Negra, un recluta de mi brigada, jamás había sido marinero (como yo), porque en realidad siempre había sido boxeador. Corpulento y simpático, comilón, natural de Huelva, odiaba la disciplina militar. Y, para librarse de lo que odiaba, alegó (como yo) un defecto en la vista. Y a los dos nos ingresaron durante una semana en Oftalmología, en el Hospital Militar, para ver si, científicamente, era verdad o era mentira lo que estábamos diciendo. Y allí (viendo por la ventana cómo en Psiquiatría trataban con descargas eléctricas a los enfermos mentales) nos hicimos amigos, muy amigos, tan amigos que hasta llegamos a pensar en desaparecer juntos, huyendo para Portugal, sin esperar por los papeles de los oculistas. Pero al final nos paralizó el miedo, y en vez de huir nos dedicamos a escribir cartas. En una semana yo escribí tres o cuatro para mi gente de Lanzarote, y Pantera Negra -que era analfabeto- escribió más de cincuenta para la novia que tenía en Ayamonte. Escribía con rapidez. Para ganar tiempo, o para no perderlo, me pedía que le fuera preparando los sobres mientras él llenaba de cruces y redondeles las hojas en blanco. Las cruces eran abrazos, y los redondeles eran besos...