martes, 5 de abril de 2011

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Visto desde Parnaíba, donde siempre era verano, el mundo se movía, yendo y viniendo, subiendo y bajando, como las aguas del delta que mis ojos contemplaban extasiados: cuando la vida empeoraba en el sur mejoraba en el norte, y viceversa; cuando en un hemisferio había calor, en el otro había frío... Por eso no es fácil de explicar lo que sucedió en diciembre de 1973: mientras en el verano de Sudamérica se generalizaba y consolidaba el terror, en el invierno de Madrid, el día 20, saltaba por los aires, dinamitado por ETA, el coche del almirante Carrero Blanco (el mismo que me había amenazado a mí por teléfono). Cabría preguntarse, por eso, si existen dos clases de terrorismo, y si hay un terrorismo (en el calor) que lleva a la opresión, y otro (en el frío) que lleva a la libertad... Pero lo cierto es que Europa se fue acercando poco a poco a la primavera de 1974, y las primaveras europeas -ya se sabía- siempre traían esperanzas, además de flores, cuando no desorden y utopías, como en el Mayo Francés del 68. La Segunda República Española (la de Lorenzo Serrano) había llegado el 14 de abril de 1931. Y -oh, maravilla- la Revolución de los Claveles llegó a Portugal el 25 de abril de 1974, cuarenta y tres años y once días después. Entonces me acordé de Henrique Galvão y de Humberto Delgado, se me saltaron las lágrimas, y me dieron ganas de ser portugués. Aquel sueño de disparar flores en vez de balas no había sido soñado por ellos, ni por nadie, nunca, en ninguna parte...
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