lunes, 4 de abril de 2011

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La Villa fue ocupada por un batallón de veteranos, sucios y mal uniformados, flacos, envejecidos, sin afeitar, que seguían prestando el servicio militar después de acabada la guerra civil, para defender el Archipiélago -se suponía- de cualquier riesgo proveniente de la guerra europea, o mundial, o como se llamara o llamase la nueva matanza. Llegaron por las buenas, se apoderaron de los caserones vacíos, instalaron su gastado material bélico en las calles y plazas, y Teguise se convirtió en un pintoresco y divertido campamento. Como a los soldados tampoco les sobraba el dinero o la comida, el entendimiento con la población civil fue instantáneo. Al no haber mucha diferencia entre los padecimientos de un lado y del otro, en vez de tensión o rechazo se produjo una especie de solidaridad, o de desgracia compartida. Los militares cambiaban botas o correajes por pedazos de jabón o de queso; los civiles cambiaban improvisadas meriendas por guerreras o capotes. Hasta que, por la confusa indumentaria, se hizo difícil saber quiénes iban de uniforme y quiénes no. Y cuando en La Villa dejaron de haber cosas que pudieran cambiarse por otras, empezaron a suceder cosas más serias. Mi abuela Mandrea, por ejemplo, "adoptó" a seis soldados, a los que daba de comer todas las tardes, desinteresadamente, por pura compasión. Por ser intragables, las lentejas hervidas que los soldados recibían como alimento en la cocina militar fueron formando charcos fermentados y malolientes en las esquinas, y nubes de moscas grandes, verdes y peludas que tapaban el sol. Y, sin nada más que dar o que recibir, llegó un momento en que los soldados hambrientos se fueron casando con las muchas mujeres solteras y sedientas de amor.