martes, 5 de abril de 2011

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Yo había nacido en medio del Atlántico. Y había navegado por el Atlántico, costeando la costa africana, en mis viajes de ida y vuelta a la Península. Pero atravesar el Atlántico en dirección al continente americano no era lo mismo. Era una experiencia nueva, que asustaba. El azul marino no tenía fin. El Alberto Dodero, el barco argentino que me alejaba de España, parecía perdido en la inmensidad redonda y vacía. Los días pasaban como si no pasara nada: como si las hélices no se movieran. Y no debió de ser mucho lo que pasó, porque de aquel viaje sólo conservo un extraño recuerdo y una lección bien aprendida. El recuerdo es como si fuese una fotografía olvidada en un archivo de un profesor de lengua española: un señor chileno, alto, corpulento, rubio, de espaldas a la proa, mantiene en sus manos un ejemplar de El Mercurio, que a su vez lleva un titular sorprendente, en letras grandes, en la portada: "Metióse a bonitón". Y la lección de que hablo mudó por completo la teoría de mi padre (y mía también) sobre la felicidad. Pues resulta que, cuando se atraviesa la línea del Ecuador, y se pasa del Hemisferio Norte al Hemisferio Sur, deja de ser cierto lo que tantas veces habíamos dicho, y la verdad se invierte: "La felicidad se encuentra caminando hacia el sur, siempre hacia el sur, siempre en línea recta". No tenía que llegar a puerto para demostrar y confirmar que eso era como ahora estoy diciendo. Pues eran evidentes las diferencias que había entre los pasajeros del Alberto Dodero: los brasileños de São Paulo, por ejemplo, eran más gordos, iban mejor vestidos y sonreían más que los brasileños del Nordeste; y, de arriba para abajo, estaba claro que los ecuatorianos eran más tristes que los peruanos, y que éstos eran más tristes que los chilenos...