lunes, 4 de abril de 2011

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Hacía treinta días que Perico se había ido para Buenos Aires. Era jueves, y el día ameneció sin viento y sin las nubes bajas que en Lanzarote solían tapar el cielo. Parecía una primavera improvisada, reluciente, programada para distraer el dolor todavía intenso. Mandrea se levantó más enérgica que nunca, más mandona y decidida, como si estuviese dispuesta a arreglar el mundo de una vez y para siempre. Barrió los patios, regó las plantas, echó de comer a los animales, limpió y ordenó las habitaciones, mudó la ropa de las camas, sirvió el desayuno, preparó el almuerzo, y nos avisó que comeríamos a las doce en punto, sin falta, porque tenía que recoger la cocina antes de las cuatro, sin falta... Y, mientras comíamos, nos ordenó que nos pusiésemos de acuerdo para que toda la familia, sin falta, estuviese a las cuatro en punto en su cuarto, porque a esa hora tenía previsto morirse, y eran muchas las cosas que quería decirnos después de hablar con el cura (que ya sabía lo que iba a suceder) y antes de cerrar los ojos para siempre... Y así fue: poco antes de las cuatro de la tarde el cura abandonó malhumorado el dormitorio principal, y la reunión familiar comenzó con Mandrea en su lecho de muerte alto y sólido, metida en su mejor camisón, que parecía un vestido de novia pasado de moda, y nosotros alrededor de la cama perfumada, obedientes, quietos, esperando el último sermón de la abuela. Al marido le dijo que no se preocupara, porque, al fin y al cabo, vivir no era otra cosa que acercarse a la muerte. Pero al mismo tiempo lo preocupó con mil advertencias sobre las cosechas, el dinero, la comida, el agua, la salud, las cabras, la camella, la limpieza, los horarios, las emociones, los vecinos, la fe cristiana, los recuerdos, el tabaco, la ropa, el viento. A Veremunda sólo le dedicó dos palabras: "Estás perdonada". A mis padres les explicó con detalle lo que tenían que hacer con sus vidas en los próximos cuarenta y cinco años. A mí, por último, me apretó la mano, me observó como si no me conociera, o como si me conociera demasiado, y me aconsejó que tuviera cuidado porque dentro de mi yo había otro yo peligroso que me podía hacer mucho daño. Y, cuando el reloj de pared que había sobre la cómoda tocó las cuatro (cuando ya marcaba las cinco en punto), Mandrea se quedó muda, sin movimiento, sin respiración, tranquila, como si se hubiese dormido.