martes, 5 de abril de 2011

0072

Cuando me licencié y fui a Lanzarote a decir que me iba para Barcelona, que en el mapa estaba mucho más al norte que Cartagena y que Requena (y que Madrid), la oposición que encontré, teñida de incomprensión, fue grande. Desde la novia que me seguía siendo fiel hasta el abuelo Pedro que me seguía queriendo mucho, y por diversos motivos, el desacuerdo con mi decisión parecía ser absoluto. Sólo mi madre, por alguna razón oculta, y doña Esperanza Spínola, por sentido común, se mostraron favorables. Doña Esperanza me dijo "vete, sí", pero dándole vueltas al asunto. Ella no estaba segura de que el cine fuese arte, ni de que Barcelona fuese mejor que Madrid, ni de que yo fuese mejor autor que actor. Ni estaba de acuerdo con la idea de dedicarme a escribir guiones cinematográficos, en vez de obras de teatro. Pero no tenía la menor duda de mi capacidad creativa -de que yo había nacido para crear. "Vete, sí". Y cuando fui a despedirme -a decirle adiós sin saber si sería para siempre- aprovechó la ocasión para ampliar sus consideraciones: "Vete sin miedo. Por el cine también se puede llegar al teatro. Y por Barcelona también se puede llegar a la Puerta del Sol". Y me fui. Volví a navegar hacia el norte, yendo más lejos y haciendo más escalas que nunca: Puerto de Cabras, Las Palmas de Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, Cádiz, Málaga. Con tantos días a bordo del barco que cogí en Las Palmas, comiendo y durmiendo bien, descansando, mi corazón tuvo tiempo para enamorarse de una pasajera tinerfeña que viajaba sola, que había vivido en Venezuela, y que estaba segura de que en Barcelona se podía encontrar la felicidad.