lunes, 4 de abril de 2011

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Seguíamos viviendo en la casa de La Plazuela. Y a mi madre empezó a preocuparle que yo, un joven enseñante que ya usaba pantalón largo, siguiera sin tener novia y sin mostrar interés por las chicas. Ella no sabía con exactitud lo que sucedía por las noches en mi dormitorio. Ni tenía la menor idea de lo que podían ver mis ojos por el postigo de mi ventana. El desnivel, entre el empedrado de la calle que subía hacia la iglesia y el piso de mi cuarto, era de metro y medio. Por fuera, la ventana parecía una puerta, baja, pegada al suelo. Y, por eso, los tacones de las mujeres que pasaban, no pasaban a más de dos palmos de mi nariz. Levantando un poco la mirada yo podía ver los culos, los muslos, las bragas, de las hembras devotas que transitaban de un lado para otro. Y un Jueves Santo por la mañana temprano pasaron unas piernas que me volvieron loco. Eran las piernas de Carolina, la jovencita inocente que después sería mi primer amor verdadero... Amando de aquella forma, y enseñando a leer y a escribir con tanta satisfacción, empecé a sentirme feliz en la isla del viento y los volcanes. La idea de huir, de emigrar, de desaparecer, de abandonar Lanzarote para siempre, se fue apagando poco a poco en mi cabeza.