martes, 5 de abril de 2011

0057


La única cosa buena del tren era su empeño en avanzar hacia el norte. Todo lo demás era lamentable. De nuevo, la realidad no coincidía con lo que yo había imaginado. Empezando por la puntualidad. De nada servían los extraños y exigentes horarios de salida, si después, al alejarnos de Cádiz, íbamos acumulando retrasos en todas y cada una de las estaciones en que parábamos. Estaciones horribles, oscuras, desiertas, que parecían abandonadas en la noche interminable de la Península, y que, como el propio tren, aumentaban el espanto que no me dejaba dormir. Comparado con las guaguas de Las Palmas de Gran Canaria, que eran modernas, limpias, silenciosas y confortables, el tren de la Península resultaba deprimente, por su antigüedad y su fealdad. Estaba formado por una docena de vagones que parecían autobuses grandes y viejos, enganchados a una locomotora que iba dejando en el aire una nube de humo espeso y pegajoso. Andaba con ruedas de hierro, sobre raíles también de hierro, que no tenían fin y que no permitían que nos pudiésemos desviar por caminos que estuviesen a nuestra izquierda o a nuestra derecha. Los asientos eran de madera durísima. Los pasajeros, amontonados como sacos olvidados, eran gente pobre y fea, e iban mal vestidos, pero no paraban de comer bocadillos enormes que olían como las cosas buenas del cajón de la abundancia de mi tío Perico... A Salvador de la Cruz y a mí se nos abrió el apetito. Pero a la vez, después de tantas horas sin comer y sin beber cosa alguna, y sin ir al retrete, y con tantas preocupaciones, sentíamos un terrible dolor de estómago. Más que bocadillos de jamón, tortilla, calamares o chorizo, estábamos necesitando unas buenas tazas de pasote, o de manzanilla, que nos ayudaran a rebajar el peso de la barriga. Y de eso hablábamos cuando el tren entró en la estación de Sevilla, que, a diferencia de las otras, parecía una catedral de un país exótico, alegre y lejano. Disponíamos de media hora justa para ir al bar, todavía abierto, lleno de luz y de vida. Y fuimos. Y pedimos dos manzanillas, por favor. Y nos sirvieron dos copitas pequeñas de vino blanco, que no estaba mal, pero que era vino. En Sevilla, la mayor ciudad de Andalucía, no sabían lo que era una infusión...
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