lunes, 4 de abril de 2011

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Don Diego Spada se parecía con Don Quijote y tenía algo de quijotesco. Vivía en el palacio que formaba, y que todavía forma, el lado sur de la plaza principal. Y vivía -o mejor sería decir residía- con su esposa, doña Milagros, una santa mujer vestida de negro. Sin ninguna relación entre ambos, sin saludarse ni dirigirse la palabra, él ocupaba las habitaciones con ventanas para la plaza, y entraba y salía por el hermoso zaguán; y ella se las arreglaba en las habitaciones del fondo, saliendo y entrando por la puerta de servicio, por una callejuela lateral. Don Diego, que nunca creyó en nada, ni tenía consistencia ética para creer en algo o en alguien, tampoco creía en la esencia de los sermones, de las misas, o de las promesas de resurreción. Y doña Milagros, por el contrario, adoraba todo lo que sucedía en la iglesia, del otro lado de la plaza. Por eso vivía yendo y viniendo de su casa a la casa de Dios, y de la casa de Dios a su casa, atravesando el agradable espacio urbano que las separaba. Y siempre que regresaba de un evento religioso importante, caminando de frente hacia el palacio, se encontraba con la provocación de su marido, que, desde una ventana, exponía su figura de amante flaco y medieval, con la bragueta abierta y el pene discretamente al aire. Se trataba del escándalo público sustituyendo al diálogo privado, que sin duda debía de ser más difícil.