martes, 5 de abril de 2011

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En el Puerto de La Luz, que yo ya conocía, cambiamos de barco. Dejamos el correíllo negro y embarcamos en el Villa de Madrid, que era blanco y enorme, como una ciudad flotante. Los camarotes eran como habitaciones de hotel. Y en el restaurante, donde servían de todo, se comía mejor que en los mejores restaurantes de la calle Ripoche o del parque de Santa Catalina. Todo aquello era la prueba de que yo tenía razón: de que, cuanto más lejano, el mundo era mejor; de que, al contrario de lo que solía pensarse, lo más cercano y más nuestro no era lo más bueno y bonito... Pero además, el Villa de Madrid navegaba hacia el norte. Y mi padre me había dicho mil veces que la felicidad se encontraba caminando hacia el norte, siempre hacia el norte, siempre en línea recta... A Salvador de la Cruz, que le costaba entender lo que estábamos viviendo, también le costaba entender lo que yo estaba pensando, sintiendo y diciendo. Y se quedó desconcertado, sin saber qué decirme, cuando le dije que, en realidad, el Villa de Madrid no era otra cosa que una isla de lujo, donde la libertad era posible, porque, además de su evidente modernidad, y de su limpieza, no estaba amarrado al fondo del mar, para siempre, sin remedio, como Lanzarote.