martes, 5 de abril de 2011

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En la casa de mi tío Alberto, como en toda la ciudad, había luz eléctrica y agua corriente. Para que las bombillas pudiesen alumbrar existían los interruptores. Era muy fácil: dándoles para arriba, encendían; dándoles para abajo, apagaban. Y, para tener agua y más agua, no hacía falta que lloviera ni que en el patio hubiera un aljibe. Sólo había que abrir unos grifos empotrados en la pared, y el líquido elemento salía, sin problemas, después de haber circulado por kilómetros de tuberías enterradas bajo los campos, las montañas, las calles y los edificios. Y en la cocina no cocinaban con leña, como cocinaba mi abuela en Lanzarote, ni con un infiernillo de petróleo como el de mi madre. Cocinaban con una cocinilla que funcionaba con gas butano, que para mí era un gas desconocido, y hasta misterioso, porque se compraba en bombonas metálicas, como si fuese cerveza. Mi tía, la mujer de Alberto, que siempre estaba enferma de la última enfermedad de la que había oído hablar, se llamaba Consuelo (Consuelito). Mi prima, la hija de ambos, una chica rubia y bien parecida, se llamaba Olvido (Olvidito). Mi primo, el hermano de Olvidito, se llamaba Armando (Mandito). Y Mandito no era un muchacho como otro cualquiera, de carne y hueso. Era como si fuese de goma, blando y flexible. Y por eso, por su dificultad para mantenerse en pie, vivía recostado en una especie de ataúd abierto, que mi tío llevaba de un sitio para otro, dependiendo de las circunstancias, como si llevara a un muerto. Aquello me ponía nervioso. Y me asustaba un poco por las noches, cuando mi primo y yo dormíamos en el mismo cuarto, separados por un simple montoncito de revistas viejas, sobre el que había siempre muchos medicamentos.