martes, 5 de abril de 2011

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Don Esteban Pérez González ya no era el presidente del Hogar Canario. Ahora, quien presidía la casa regional canaria era don Luis Benítez de Lugo y Ascanio, marqués de la Florida, esposo de la marquesa de Arucas, hombre de la derecha política más dura, muy vinculado al deporte, y de forma especial al Atlético de Madrid. El cambio podía tener alguna importancia porque el Hogar no se llamaba hogar por casualidad. Había sido fundado, entre otras cosas, para recibir con afecto y comprensión a los canarios que llegaban a Madrid por primera vez, sin conocimientos, sin contactos, y sin ropa de abrigo. Yo estaba convencido de que eso era así. Y por eso me llamó tanto la atención lo que encontré en la calle de Fuencarral, número 77: una pequeña galería comercial sin vida comercial, por la que se llegaba a una escalera de caracol, por la que se subía a un salón con las luces apagadas y a un pequeño bar perdido en la penumbra, sin nadie despachando o consumiendo. Aquello, parecido a un inmueble condenado al derribo, era el Hogar Canario. Pero allí, cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, descubrí un viejo sillón donde podía escribir tranquilo, lejos del bullicio y del frío de la calle. Y en el fondo del sillón desfondado descubrí un tesoro: kilos de monedas, perdidas por mil bolsillos distraídos, de traseros que por allí habían pasado antes que el mío. Con aquel dinero (una peseta era una peseta) me daba para comer, y hasta para ir al cine. El cuarto donde dormía, en una casa particular de la calle de Fernando el Católico, de momento no me costaba nada, porque el dueño, un comerciante tinerfeño de frutas y verduras, apellidado Caballero, pensó que yo era un escritor importante, y seguramente rico (...), y tal vez influyente, y tuvo a bien ser generoso conmigo.