martes, 5 de abril de 2011

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Ser español en España era tan difícil, o más, que ser canario en las Islas Canarias. Por eso, tal vez, dejé de escribir y me dediqué a ver películas extranjeras en salas de sesión continua. Y fue viendo cine extranjero que llegué a ver quince veces seguidas Orfeo Negro, la película dirigida por Marcel Camus, e inspirada en el Orfeu da Conceição que Vinícius de Moraes había escrito para el teatro. Para explicar lo que entonces sentí viendo la obra de Camus en la pantalla, ahora no tengo palabras. Pues fue como sentir mi propio renacer: como si naciera adulto y consciente en un mundo hecho a mi medida. La música de Tom Jobin y Luís Bonfá me arrancó de golpe del ridículo de las zarzuelas y de la vulgaridad del pasodoble. La belleza de Río de Janeiro, moderna, colonial, desigual y maltratada, estaba llena de futuro, más que de pasado. La bahía de Guanabara era lo contrario de una isla: no estaba abierta a todas las tempestades, sino protegida por su propio esplendor, metida en un abrazo gigantesco de la naturaleza. El Cristo del Corcovado no estaba bendecido por el mismo dios que mantenía en alto, vertical, la pesada Cruz del Valle de los Caídos. El horror de las favelas, hecho de colores, peligro, imaginación, sufrimiento y pedazos de nada, se asemejaba mucho a mi alma descompuesta. Algunos actores se parecían físicamente conmigo, y reían y lloraban como yo. El idioma portugués, que desde los tiempos de la enología y de Requena permanecía en mi interior, se anudó en mi garganta, como si quisiera estrangularme.