martes, 5 de abril de 2011

0060

Si de Valencia no recuerdo nada, absolutamente nada, de cómo llegamos a Requena, yendo hacia atrás por otros caminos, tampoco. Pero llegamos. Estoy seguro de que llegamos porque, aunque parezca una contradicción, no he podido olvidar la primera ducha, ni la primera cena, ni la primera cama que en Requena encontré después de un viaje tan largo y tan complicado. La dueña del rústico mesón en que dormimos aquella noche se asustó al vernos llegar, a Salvador de la Cruz y a mí, como si llegásemos de una guerra perdida o de una batalla contra molinos de viento. Nuestro aspecto daba pena. Y, apenada, la buena mujer hizo lo posible, aunque ya era tarde, para proporcionarnos algo más que simples palabras amables. Nos abrió el sencillo cuarto de baño en que pudimos tomar una ducha tibia y torrencial. Nos preparó ella misma una extraña cena: truchas fritas con pimientos fritos. Y nos ofreció el dormitorio que tenía las camas más altas, los colchones más blandos y las sábanas más limpias. La cena nos resultó extraña porque en el mesón de Requena las truchas eran peces de río, en vez de pasteles navideños como en Lanzarote, y, también, porque nunca antes habíamos tenido noticia de una cosa tan rara como la de freír pimientos frescos. Las camas nos sorprendieron porque eran más altas que la de mi abuela Mandrea, y porque, en vez de dos colchones, tenían tres. Para acostarme tuve que valerme de una silla que me sirvió de escalera. Y, una vez acostado, sentí que los colchones me abrazaban, con un abrazo grande y profundo, cálido, silencioso, como si fuese a dormir para siempre.