martes, 5 de abril de 2011

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Por fin, Jorge M. del Vallés, el amigo más amigo de los amigos catalanes de mi amigo Federico Maestre de San Juan, decidió promover la reunión que nos había prometido con el grupo de teóricos, comentaristas y críticos que podrían ayudarme a transitar por el mundo del cine. El encuentro (especie de merienda de intelectuales) tendría lugar el jueves por la tarde, en la Cafetería California, instalada en la esquina del Paseo de Gracia con la calle de Aragón, donde mismo se encuentra hoy el edificio del Banco Pastor. Y la idea consistía en que todos nos pudiésemos conocer personalmente, después de haber conocido por correspondencia todo lo que habíamos escrito y todo lo que cada uno pensaba. Para mí, el grupo ya no tenía secretos, pero sí seguía teniendo un cierto misterio, por la falta de contacto personal directo. La posibilidad de verles las caras a los que ya les había visto el pensamiento era algo que me intrigaba y atraía. Y de ahí mi interés por la reunión -por conocer en persona a los que conocía en el papel. En realidad, en el fondo de aquel conocimiento-desconocimiento se escondía una contradicción: yo ya había descubierto que aquella gente sabía de todo, y opinaba de todo, pero sin nunca haber escrito un guión, ni haber rodado o producido una película, ni haber dirigido o protagonizado nada. El mucho conocimiento no concordaba con la escasa experiencia. La fama y la influencia no les venían del cine propiamente dicho, sino de la pura vanidad, la manipulación mediática, la venta de favores, y el arribismo político, ideológico y cultural. Aquel cóctel de confusiones llegó a preocuparme. Durante el fin de semana dudé entre ir o no ir a la reunión que en teoría podría servir para entreabrirme las puertas del éxito. Pero el jueves por la tarde, como si avanzara sin rumbo, me acerqué hasta la puerta de la Cafetería California. Y desde allí pude ver lo que me dio un miedo espantoso: gente demasiado elegante, aparentando lo que seguramente no era, y gastando lo que tal vez no podía. Aquel no era mi mundo. Alguna cosa estaba equivocada. Sentí que en el aire había peligro. El miedo fue tanto que di media vuelta, abandoné el lugar, me indispuse de golpe con los genios de la cinematografía de salón, y perdí para siempre la amistad de Jorge M. del Vallés. Además de poco educado fui poco inteligente. Pues todos mis textos y todas mis ideas se quedaron en poder de aquellos oportunistas que, en realidad (lo supe después), se movían entre el plagio y la destrucción de enemigos.