martes, 5 de abril de 2011

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En Barcelona conseguí entender lo que mi padre quería decirme cuando me decía que "la civilización no es otra cosa que el resultado de hacer ciudades y poner la mesa". Me quería decir que la civilización son los principales esfuerzos que en el mundo se hacen: uno, para rescatar a los hombres de la selva, del desierto, de la lejanía y la ignorancia, instalándolos en espacios urbanos racionales, estimulantes, confortables y bellos; otro, para transformar los alimentos que la naturaleza ofrece, en manjares servidos con arte, delicadeza y placer. Barcelona era eso: un centro de civilización. En Barcelona, desde antes de Cristo, no se había hecho otra cosa que civilizar: acumular, compatibilizar, conservar y dignificar patrimonios urbanos sobrepuestos, tan originales como el Barrio Gótico, el Ensanche, el Paseo de Gracia o el modernismo de Gaudí. No era por casualidad que el Gran Teatro del Liceo, con su tradición operística, estuviese tan cerca del mercado de La Boquería, con su sorprendente propuesta de todo lo que en el mundo podía comerse y beberse. Ni era casualidad que la plaza de la Libertad no fuese una plaza, sino un espacio público ocupado por otro mercado repleto de comida civilizada. La naturalidad con que se mezclaban la belleza arquitectónica, la ópera, la buena comida y la libertad, me hizo pensar que, estando en Barcelona, tal vez yo estuviese demasiado al norte. De haber viajado un poco más habría llegado a Francia, sin nunca haber estado en Madrid.