martes, 5 de abril de 2011

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Cuando regresé a Lanzarote con el ojo derecho bastante mejorado, tuve la impresión de que todas las cosas de la isla habían cambiado para peor. El viento me pareció más insoportable. Mi novia me pareció más antigua. La nada me pareció más espantosa. Los días se hicieron interminables y las noches se llenaron de pesadillas. Si en Las Palmas era posible encontrar las muchas cosas interesantes que yo había encontrado, más allá, en el mundo más lejano, seguramente se podrían encontrar verdaderas maravillas. Mi decepción se fue transformando en obsesión. Hasta que un día descubrí que el Cabildo Insular estaba ofreciendo unas becas, con todo pagado, a quienes estuviesen en condiciones de ir a estudiar Enología en Requena, un pueblo de la provincia de Valencia difícil de encontrar en el mapa. Las condiciones eran dos: tener viñas propias, y haber tenido alguna experiencia en la producción de vinos. Era fácil. Mi abuelo tenía en La Geria una pequeña finca con unas doscientas parras de uva Malvasía, cuyos racimos, por ser siempre pocos, nunca se habían aprovechado para hacer vino, y sí como simple y deliciosa fruta; y mis relaciones con el ayuntamiento seguían siendo buenas. Demostrar que doscientas parras eran dos mil, o veinte mil, y que yo no había hecho otra cosa en mi vida que pisar y fermentar uvas, era casi una broma para los que ya conocíamos el poder falsificador de las instituciones públicas. Por lo tanto, y porque en toda la isla sólo había otro interesado en ir a Requena, la atractiva beca me fue concedida en menos de quince días. De nuevo, y con la misma maleta que me había hecho mi padre, volví a viajar en el correíllo negro hasta Las Palmas, pero esta vez en camarote de segunda clase y en compañía del tal interesado, un joven de Mozaga llamado Salvador de la Cruz Santamaría, que sí sabía de viñas y de vinos, aunque no supiera mucho de otras cosas.