lunes, 4 de abril de 2011

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El 6 de julio de 1947, cuando se celebró el referéndum para aprobar la Ley de Sucesión, con la que el Generalísimo Franco hizo de la patria un reino sin rey, yo no había cumplido todavía los doce años de edad, pero ya era un adulto prematuro. Y, sin que lo impidiera mi pantalón corto, me mandaron a organizar los comicios en la pequeña isla de La Graciosa, cargado de propaganda y acompañado por un guardia municipal. Salimos de Órzola al amanecer, en un pequeño barquito de vela. Había un fuerte viento de levante, propio de la época. Al doblar Punta Fariones estuvimos a punto de naufragar; no conseguimos navegar hacia Caleta del Sebo; y después de muchos apuros encallamos muy cerca de Pedro Barba. El trecho que faltaba lo tuvimos que hacer a pie, enterrándonos en la arena, con la propaganda y la documentación a cuestas, y con un calor africano cada vez más fuerte. Llegamos a Caleta del Sebo más muertos que vivos, a la hora del almuerzo. Ni un alma en la calle. Los hombres debían de estar en la mar, pescando. Las mujeres debían de estar a la sombra, en sus casas, haciendo sus cosas o escondiéndose de las miradas extrañas. Los niños tal vez estuviesen comiendo. Cuando por fin encontramos al alcalde pedáneo supimos que por aquellas latitudes nadie había oído hablar nunca de elecciones, ni de sucesiones, ni de ocurrencias de ese tipo. Pero el buen hombre nos sirvió en su propio domicilio un pescado delicioso con papas arrugadas y nos prestó la llave de la escuela para que pudiésemos hacer lo que se suponía que teníamos que hacer. El guardia municipal que me acompañaba empapeló el saloncito con aquellos carteles en que aparecían el Caudillo y la palabra SÍ, y yo preparé la urna, los sobres y papeletas, la lista y demás documentos, de acuerdo con las rigurosas instrucciones que había recibido en Lanzarote y consultando el grueso manual que contenía toda la legislación y todos los procedimientos a tener en cuenta para que el referéndum fuese perfecto. Hasta que, convencido de que no aparecería ni un solo votante, y sin saber qué hacer para no defraudar a la España Vna Grande Libre que había puesto en mí su confianza, decidí falsificar la votación del principio al fin, inventando la firma de cada elector, fuese o no fuese analfabeto, con mis propias manos. Redactada, firmada, rubricada y sellada el acta correspondiente, los resultados no pudieron ser mejores: comparecencia, 94%; sí, 98%; nulos, 2%; no, 0%. Lo hice tan bien, y con tanto empeño, que se me pasó la hora del cierre oficial, que era muy importante para que los datos pudieran llegar en tiempo y forma al ayuntamiento, a la Delegación insular, al gobierno civil, al Ministerio, al palacio de El Pardo... Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que además del atraso tenía otros dos problemas preocupantes: no había forma de regresar a Lanzarote, porque el temporal seguía impidiendo la travesía del estrecho de El Río; y no había forma de comunicarse con el mundo porque en La Graciosa no había teléfono, ni telégrafo, ni radio, ni nada parecido... Asustado, llegué a pensar que seguramente me fusilarían por tanto incumplimiento. Y cuando consulté al guardia municipal sobre esa posibilidad, me respondió con un "puede ser" calmo y meditado que me dejó sin resuello... Sin otra cosa que hacer, pasamos la noche intentando descansar en sendos colchones de plumas de pardela que nos prestó el alcalde pedáneo. Sólo al día siguiente, 7 de julio, en un barquito mayor, conseguimos regresar a Lanzarote, pero dando la vuelta por Famara. Llegamos al ayuntamiento, en Teguise, cuando todo el mundo sabía ya que España era un reino sin rey. Y la sorpresa fue que nadie se había preocupado con mi tardanza, ni con la falta de información sobre el escrutinio de La Graciosa. El secretario recibió con indiferencia el sobre lacrado y sellado que le entregué, y, sin abrirlo, lo tiró a la papelera mientras me decía: "No te apures. La cosa está arreglada desde ayer, por mí mismo, con unos resultados excelentes". Respiré aliviado, pero nunca más, hasta hoy, pude recuperar la confianza en la pantomima del voto popular.