lunes, 4 de abril de 2011

0029

Y, un día, los militares abandonaron La Villa para siempre. El pueblo volvió a ser silencioso. El viento regresó más fuerte que nunca, metiéndose por las rendijas de las puertas y ventanas, sacudiendo las cortinas, arrastrando la hierba seca, levantando columnas de arena, llevándose los sombreros y las banderas. Sin el desorden y el bullicio de los soldados, sin las cornetas, sin el eco de los cañonazos en la ladera de la montaña del castillo, la vida dejó de ser vida de una hora para otra. Con los soldados se fueron sus esposas legítimas. Y con las esposas de los soldados se fueron las madres sin amparo, las hermanas sin salud, los cuñados sin empleo. Muchas casas se quedaron vacías, cerradas y olvidadas. Muchos perros y gatos se quedaron sin afecto y sin atención. Desorientados, tristes, llorones, los animalitos iban desde las puertas de sus casas a la puerta de la iglesia, y desde la puerta de la iglesia a las puertas de sus casas abandonadas, en busca de sus dueñas desaparecidas, y, sin encontrarlas, sin nada que comer o que beber, fueron muriendo poco a poco en las calles desiertas. Los que no fuimos arrastrados por el éxodo militar volvimos a sentir otra vez la inmensa y lejana soledad del Atlántico.