martes, 5 de abril de 2011

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La cuestión cinematográfica era más complicada que la musical: el distribuidor nos mandaba una lista del material que tenía disponible o que podía conseguir; Federico seleccionaba las 20 o 30 películas que le parecían más adecuadas y convenientes, después de un meticuloso análisis de los contenidos y de las censuras previas o recomendables; se establecían las condiciones de uso y los derechos de proyección; programábamos las 20 o 30 proyecciones de la temporada, teniendo en cuenta los mejores días y horarios y las previsiones climáticas; yo preparaba una sinopsis del contenido de cada película programada; y entonces se enviaban las invitaciones (nominales), acompañadas en cada caso de la correspondiente sinopsis, y con acuse de recibo... Al final, al atardecer de los días programados, la Plaza de Armas se convertía en un romántico cine al aire libre, en el que la Armada Española recibía y agasajaba a lo mejorcito de la sociedad cartagenera, de la Iglesia, y de la política. La pantalla era una sábana perfectamente colocada por encima de la verja que separaba el mando de la obediencia, y la obediencia del mando. Del lado de allá, perdidos en la oscuridad, sentados en el suelo, los soldados, marineros y suboficiales también podían ver las escenas proyectadas (gracias a la transparencia de la sábana), pero con la acción sucediendo al revés. A mí me daba lo mismo ver o no ver lo que ya había visto antes, pero siempre volvía a verlo, desde el lado de acá, dejando entreabierta la puerta de la Ayudantía Mayor.