lunes, 4 de abril de 2011

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Volvimos a sentir el poder y la amenaza de la religión y de la política, que nunca habían desaparecido, pero que habíamos soportado mejor conviviendo con el batallón de veteranos cargados de experiencia y decepción. Volvimos a saber para qué servía el pescado fresco. Las pocas familias que siguieron habitando La Villa se sintieron más abandonadas que nunca. La vida se convirtió en una especie de naufragio. La isla de Lanzarote parecía un barco a la deriva. Sin más fuerzas para seguir luchando, produciendo, creyendo, la gente se consolaba con su propia desesperación: "Que sea lo que Dios quiera". Sin saber qué cocinar o qué comer, las mujeres esperaban a la entrada del pueblo, bajo el sol del mediodía, a que Candelario llegara de la Caleta de Famara, siempre a la misma hora, con su burrito cargado de pescado. Pero Candelario no se detenía, ni destapaba los cestos, ni escuchaba los tímidos pedidos de compra. Seguía su camino, indiferente, sin saludar, en dirección a la casa parroquial, para que el cura escogiera las mejores piezas, en las mejores condiciones; después iba a la casa del alcalde, que también era el jefe local del Movimiento; después, al cuartel de la Guardia Civil...