martes, 5 de abril de 2011

AGRADECIMIENTO


Lo que usted busca
tal vez esté ahí al lado,
a su derecha,
en el
ARCHIVO DEL BLOG.

Si lo encuentra
y le presta atención,
yo se lo agradeceré.

Pues, ser leído,
sólo puede ser un privilegio para mí.
Incluso cuando usted
pueda no estar de acuerdo
con lo que escribo.

Lea!
Pero lea hasta el relato 0119, por favor.

Gracias,

D.H.P.






0119

Pero llegó septiembre, y, con las fiestas patronales, el valle y las montañas se llenaron de ruido, de malos olores y de moscas verdes. Temblor, el bonito y tranquilo pueblo de clima frío y arquitectura colonial, fue asaltado por caravanas de peregrinos que le iban a llevar dinero y alimentos a la Virgen, y de borrachos que no paraban de beber, cantar, bailar, gritar, orinar, defecar y vomitar. La mezcla de fanatismo religioso y de alegría salvaje no me dejaba pensar ni dormir. El olor de los orines que entraban por la puerta del zaguán no me dejaba comer. Desesperado, le puse agua y comida a Atlántida, para que pudiera vivir sola hasta octubre, y me fui de viaje a Casablanca. Cuando regresé, las fiestas habían terminado y el pueblo olía a detergente. Y en mi casa había sucedido una desgracia: Atlántida se había quedado sin comida y sin agua, y con el hambre, la sed, la soledad, el griterío y la música estridente se había vuelto loca. Sin otra cosa que comer, se había comido su propio rabo. Y con el dolor y la locura se había revolcado por todas las habitaciones y todas las escaleras, manchando de sangre las paredes, los techos, los pisos, los muebles y las cortinas, como si la vivienda fuese un matadero, o la comisaría de una dictadura sin piedad.
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Y (para colmo) había sucedido lo mismo con las personas. Igual que la gata bella y mimada, también los canarios se habían comido el rabo de su falso progreso, al sentirse atrapados entre el deterioro ético y la falta de iniciativa, dejando de herencia, en Las Palmas, el único monumento al Suicidio que hay en el mundo.

FIN















 

0118

Mi identidad, como la elegancia de que hablaba Areílza, no era nada externo, heredado, comprado o prestado. Era la conciencia que yo tenía de ser yo mismo y de ser distinto a los demás. Lo entendí cuando percibí que había vivido más tiempo fuera de Canarias que en Canarias. De no haberme ido nunca, hubiera sido otro. Y era otro, sí, porque me fui muchas veces, para muchos lugares. O, dicho de otra forma: yo no podía encontrarme en el origen (en Teguise) porque ya no era el Domingo Hernández que se había ido, sino el Domingo Hernández que había vuelto transformado por otras realidades y otros sentimientos, mejores o peores. Lo que yo buscaba estaba dentro de mí, y siempre había estado, en todo tiempo y lugar. Por eso no servía de nada seguir huyendo, hacia atrás o hacia delante. Tenía que parar, para quererme a mí mismo, con mis defectos y virtudes, sin miedo a que la Bossa Nova me gustara más que las isas y folías, o que el pasodoble; sin ocultar que era y no era canario, porque en realidad lo había sido y lo seguía siendo en algunas cosas. Y paré. Dejé de pelearme con el mundo y con la vida, compré una casa en Temblor, junto a la basílica de la Virgen del Drago, y en esa casa me dediqué a escuchar buena música, a escribir para mí mismo, y a pintar, acompañado de Atlántida, la cariñosa gata persa que se sentía feliz a mi lado, o encima de mí, o lamiéndome los pies descalzos.


0117

Mi primera impresión, en la plaza de la Nochebuena, había sido un espejismo. Lo que yo buscaba no existía, ni era posible: la casa donde nací, en el callejón del Miedo, ahora era de un matrimonio alemán que había reformado por completo su interior; las empedradas calles del pasado ahora estaban cubiertas de adoquines que parecían de plata; la ventana de mi cuarto (por la que veía los muslos de las mujeres), en la casa de La Plazuela, ahora era una puerta por la que se entraba a una tienda de artesanía barata, para turistas pobres... Me había perdido en el laberinto de las palabras: familia, felicidad, norte, sur, emigración, exilio, cinematografía, nacionalidad, pertenencia, libertad, política, participación, origen, identidad... Nadie me había dicho nunca que esa última palabra -identidad- poco tenía que ver con la partida de nacimiento o con el pasaporte. Y no era fácil reconocer que mi padre no era el mejor hombre del mundo, ni mi madre la mejor mujer: que las personas que más me habían querido y entendido no eran de Teguise, ni de Lanzarote, ni habían estado nunca en Canarias... Por eso, y por mucho más, ahora no tenía sentido regresar a la nada cargada de dolor y de confusión: una Democracia (nieta del Referéndum del 47) que elegía una y otra vez a los alcaldes que vivían entrando y saliendo de la cárcel, por robo o por estafa; unos concejales orgullosos de su ignorancia general básica; un Turismo que además de corromper y destruir sólo creaba empleos precarios y humillantes; una corrupción generalizada, aceptada con naturalidad, y a veces con admiración; un periodismo desintegrador y rencoroso; una economía especulativa, en la que producir bienes y servicios era lo de menos; una juventud que exigía más derechos, sin más obligaciones, para progresar sin necesidad de trabajar demasiado; unas políticas locales e insulares embrutecedoras; un nacionalismo de barrio, que, con bandera estrellada, desteñida y diferenciada, y con una idea primitiva de la cultura, reclamaba el derecho de los canarios a ser guanches (prehispánicos), pero sin asumir de verdad la responsabilidad del propio destino, ni renunciar a la llegada de más turistas colonizadores y de más ayudas públicas y privadas del godo opresor...

0116

Fuera de tiempo y de lugar, tardé meses en saber y comprender lo que de verdad había sucedido en La Villa, en Lanzarote, y en el Archipiélago. Y habían sucedido o estaban sucediendo pocas cosas (sólo cuatro), con enormes y variadas consecuencias:

A - La Democracia, apoyada en la simple y absurda razón de la mayoría, había puesto el poder (todos los poderes) en manos de los menos preparados, menos escrupulosos, y más atrevidos.

B - El Turismo, con la iniciativa, la inversión y la demanda controladas desde lejos, se había convertido en una poderosa máquina de especulación inmobiliaria y de destrucción sistemática del paisaje.

C - Con la sintonía entre la Democracia del oportunismo y el Turismo del máximo lucro con el menor esfuerzo, la corrupción generalizada había sustituido a la libre iniciativa, al mérito, y al beneficio legítimo.

D - Con la falsa idea de que lo mejor era lo más próximo (con el aldeanismo político) se estaba agrandando la posibilidad de estudiar en centros universitarios insulares, al mismo tiempo que se reducía la obligación de prestar el servicio militar en otras regiones. Eso deterioraba el conocimiento universal (por la calidad cada vez más baja de la enseñanza y por los horizontes cada vez más cortos); perjudicaba el sentido de la disciplina y del trabajo bien hecho; y cerraba, casi por completo, la mejor vía cultural que las Islas habían tenido siempre: la de viajar mucho, con la necesidad de permanecer mucho tiempo en muchos lugares, aprendiendo mucho de otros pueblos. (Aquella forma de aprender fuera nunca fue sustituida por el contacto interno con los turistas, porque el turismo, por muchos y evidentes motivos, no es un fenómeno formativo sino deformante).


0115


Salí a dar un paseo, a caminar por caminar mientras intentaba comprender lo que había sucedido, y, apartando a la gente que en la plaza celebraba la Navidad, conseguí llegar hasta la fuente seca. Desde allí pude ver el interior iluminado de la iglesia, en la que ya sonaba el órgano que mi padre había reconstruido y afinado tantas veces. Y pude ver, porque estaba al lado, la fachada de Acatife, que seguía existiendo, pero ahora con un letrero aberrante sobre la puerta y con los salones abarrotados de borrachos agresivos. Todo aquello me era conocido (allí estaba toda mi niñez y toda mi juventud), pero ya no era mío ni me despertaba añoranza o remordimiento. Era como un sueño perdido o como una pesadilla abandonada. Y la gente que me rodeaba también me era conocida, porque era como si no hubiese mudado, ni crecido, ni envejecido: eran los hijos y nietos de los Machín, Robayna, Delgado, Bethencourt, Morales, Betancor, Cabrera, Bonilla, idénticos a sus padres y abuelos (aunque más gordos), vistiendo, gesticulando y riendo de la misma manera, como si fuesen los mismos y el tiempo se hubiese detenido en una Navidad sin fin... Pero, al revés, a mí no me conocía nadie, ni a nadie le importaba mi presencia. El mundo había seguido dando vueltas sin mi ayuda, sin mi participación, sin esperar por mí, y ahora le daba lo mismo que yo estuviese o no estuviese donde había dejado de estar. Hasta el cura era otro, sin sotana, y vistiendo pantalones vaqueros. Supe que era el cura porque, cuando entró en la plaza, la gente se apartó con un poco de miedo, o de respeto, dejándole paso, como si se tratara de don Jesús Fajado, su antecesor. Y, de los viejos vecinos y parientes, sólo pude ver a mi primo Alfredo, el hermano de Antonio, allá, recostado en uno de los leones de cemento. Él sí me reconoció desde lejos, se acercó a saludarme, y me saludó agarrándome la punta de los dedos con la punta de sus dedos, diciéndome "qué tal" e interesándose por la fecha en que pensaba irme de nuevo "para el extranjero".


0114

Llegué a Teguise el 24 de diciembre por la tarde y encontré a mis padres viviendo sin grandes sobresaltos en la casa de dos pisos de la plaza, donde fui recibido con escaso entusiasmo y sin sentir yo mismo nada extraordinario. Fue como si hubiese ido a la panadería, o al ayuntamiento, y estuviese regresando con el pan o con los papeles, después de andar por el pueblo durante un rato. Mi padre ni siquiera se levantó del sillón donde estaba sentado, y mi madre había envejecido y engordado. Y como nunca la había llamado por su nombre, sino por mamá, ahora -al ser una anciana- no sabía cómo llamarla y la llamé Mandrea, como si estuviese hablando con mi abuela fallecida. Mi abuelo Pedro había muerto y yo no conseguía recordar ni cuándo ni cómo, ni nadie supo decirme dónde estaba enterrado ni quién lo enterró. Veremunda era un esqueleto con una melena amarilla de dos metros de largo, tendido en una cama antigua que me daba miedo porque me recordaba cosas olvidadas. La casa de labranza de mi infancia más feliz había sido vendida. Y ahora, y para celebrar de alguna forma mi vuelta al hogar, lo que sobró de aquella casa (mantel, loza, servilletas, cubiertos) lo aprovechaba mi madre para preparar la mesa del comedor, antes de servir una cena de Nochebuena como las de antaño, o parecida, porque igual no podía ser... Mientras tanto, y dada mi incapacidad para las tareas domésticas, yo me quedé a solas con mi padre, en el despacho de las enciclopedias y los violines, cuya ventana daba para la plaza. Fuera, alrededor de la fuente sin agua, el gentío era cada vez mayor, y cantaba y gritaba cada vez más alto, a la espera de la tradicional misa del Nacimiento, en la que el Rancho de Pascua volvería a tocar, cantar y danzar músicas antiquísimas. Era como si estuviésemos en los años cuarenta o cincuenta -como si yo no me hubiera ido nunca. Y por eso, tal vez, mi padre no tenía nada que decir, ni que decirme. Contemplábamos la fiesta, mudos, como si fuese la misma fiesta del pasado, monótona, repetida, jamás terminada. Hasta que mi madre nos llamó para que fuésemos a comer. Y fuimos sin prisa, sin interés, como si no tuviésemos apetito o no quisiésemos ir. Pero no nos sentamos en las pesadas sillas que nos estaban esperando, porque mi padre me miró con una mirada severa, cargada de rencor, y me dijo con voz temblorosa, apuntándome con el dedo amenazante: "Te lo dije. Y ahora vuelves como si fueras otro. Porque eres otro, sí, que no sabe lo que quiere, ni de dónde es, ni dónde está". Y dio media vuelta, salió del comedor, subió la escalera, y se fue a dormir, dejándonos de piedra y con la mesa puesta.  

0113

Me había equivocado de nuevo, pero ahora de forma grave. Había vuelto a España para reconciliarme con ella, recuperando mi única y verdadera identidad, y estaba perdiendo el tiempo en Madrid, donde eso y cuando eso ya no era posible. El fracaso de Coalición Democrática no fue lo peor. Lo peor, para mí, fue que los barones de UCD, con Adolfo Suárez a la cabeza, y con el aplauso general (porque todos ganaban con el divide y vencerás), rompieron España en 17 pedazos, dinamitando para ello su propio partido. Sin partido que los comprometiera con la unidad nacional, se fueron a sus respectivos feudos (a sus respectivas Comunidades Autónomas) y fundaron a su imagen y semejanza docenas de pequeños partidos regionales, locales, insulares, autonomistas, separatistas, independentistas, dedicados con ahínco a promover el aldeanismo y a evitar que se siguiera pronunciando y escribiendo la vieja y sonora palabra: España. De repente, los españoles no reconocían que eran españoles, o no querían serlo. Las ideologías (aquello de las izquierdas y las derechas) habían muerto, y la moda era ser o no ser catalán, vasco, murciano, canario, gallego, riojano, extremeño... Los de UCD rompieron la unidad de España, y la consecuente idea de ser español, cuando la propia España quería crecer y fortalecerse, integrándose en la Europa unificada (...), y cuando ETA, el salvaje grupo vascongado, mataba en las calles a más españoles que nunca... Sin la menor posibilidad de ser español en Madrid, o catalán en Barcelona, o valenciano en Requena, o murciano en Cartagena, o andaluz en Cádiz, sólo me quedaba la esperanza de ser canario en algún lugar del archipiélago donde había nacido...

0112

 
Yo fui, legal y administrativamente, uno de los fundadores de Coalición Democrática. Y lo sigo siendo de derecho, porque nadie ha ido al notario, todavía, a revocar los poderes que teníamos los tres "hombres de confianza" (los tres ejecutivos) que entonces coordinaba el abogado José María Ruíz-Gallardón, padre de Alberto. Podría decir muchas cosas, por tanto, sobre aquella aventura política. Pero no voy a cansar al lector, contando lo que mal contaron otros, ni quiero que este libro se aparte demasiado de su razón de ser. Por eso me centro en la esencia. Y la esencia cabe en un único tarro: no había forma, ni humana ni divina, de que lo acordado en mil reuniones se pusiera en el papel y se firmara. Los plazos para llegar a tiempo de las elecciones de marzo se agotaban, y las tensiones por vanidad, rivalidad, incompetencia, estupidez o maldad se hacían cada vez más insoportables. Y entonces no quedó otro remedio que una cena, para el sí o para el no, en la casa de Areílza, en Aravaca: una cena de los tres principales, sólo ellos, para reducir la discusión y las susceptibilidades. Tres, eran tres, en una mesa de cuatro lados iguales. Quien quedara en el centro podría parecer más importante que los que quedaran a la izquierda y a la derecha. La geometría se había peleado con el protocolo. Sin solución posible, la sopa y los ánimos se enfriaron, y la cena estuvo a punto de suspenderse. No se suspendió, porque el camarero contratado para la ocasión tuvo una ocurrencia repentina: cortar la mesa de esquina a esquina, partiéndola en dos triángulos, y servir la comida en uno de ellos con toda naturalidad. Parecía fácil pero era difícil. Pues habría que llamar a un carpintero, y nadie sabía dónde encontrar uno, en Aravaca, a las diez y diez de la noche. Todo parecía perdido, cuando el chófer del conde, que sabía lo que estaba pasando y temía las consecuencias, pidió permiso para sugerir otra solución: arrimar la mesa a la pared, eliminando en la práctica uno de sus lados. No era la solución perfecta, ni mucho menos, porque de todas formas habría un líder sentado entre dos líderes, pero, sin ninguna lógica (como de costumbre), fue aceptada como último remedio, tal vez por el cansancio, tal vez por las ganas de comer. Por eso, tal vez, los resultados en las elecciones del 79 también fueron imperfectos, y hasta un poco ridículos: Coalición Democrática, con tanta soberbia y tanto nombre iluminado, sólo consiguió 9 diputados y 3 senadores. Un desastre.

0111

 
Tanto Fraga como Areílza odiaban a Adolfo Suárez, presidente del Gobierno y líder de la Unión de Centro Democrático, porque, habiendo salido de la oscuridad falangista, los había dejado fuera de juego cuando el rey Juan Carlos lo escogió para implantar la democracia. Y Alfonso Osorio (que había sido la mano derecha del presidente Suárez en esa tarea de democratizar España), se había distanciado del mismo "para recuperar la libertad". Lo lógico no era fácil, pero era obvio: unir las tres cabezas en una coalición, ocupar el centro derecha político desplazando al "muchacho de Ávila", y consolidar la democracia teniendo por oposición al centro izquierda (para no hablar de socialismo) encabezado por Felipe González. Para eso, Manuel Fraga ya tenía bastante implantado el proyecto de Alianza Popular. Y Osorio intentaba implantar con alguna dificultad, aunque con mucho empeño, el Partido Demócrata Progresista. Pero José María de Areílza (un mal estratega y un pésimo organizador) no había ido más allá del constante ofrecimiento de su solitaria ambición, desde su florido despacho de la plaza de la Lealtad. El conde tenía, por tanto, que fundar con urgencia su propio partido, o afiliarse (cosa impensable) al de Fraga. Y fue entonces cuando surgió la idea de Acción Ciudadana Liberal, que yo ayudé a poner en práctica en unas oficinas espectaculares, alquiladas por Antonio de Senillosa a precio de oro en la calle de Lagasca, subiendo a la izquierda. Imaginen: un batallón de gente borracha de delirios de poder anticipado, instalada en el lujo más tapizado y más caro, haciendo un partido político que nunca fue un partido, sino una carpeta de cartulina roja que todavía está en mi poder... Llamaban por teléfono al amigo más amigo, o al pariente más allegado, de cada capital de provincia; y le pedían permiso para usar su nombre como secretario provincial de ACL; y si aceptaba (y había muchos que aceptaban a la primera) le encargaban una lista, con los nombres de unos cuantos conocidos que estuviesen dispuestos a figurar como miembros de un supuesto comité provincial; y cuando, en pocas semanas, consiguieron cincuenta "comités", prepararon la tal carpeta roja; y con la carpeta roja (roja, qué casualidad) fueron a pedir dinero a bancos y a ricos demócratas de última hora, y a proponerle a Fraga y a Osorio, ahora de forma solemne, sin perder la compostura ni la vergüenza, la constitución definitiva de la muy discutida y esperada coalición, que, claro está, se llamaría Coalición Democrática.

0110

Igual que Manuel Fraga, José María de Areílza y Martínez de Rodas también había sido ministro y embajador, y también se creía el español con más méritos y posibilidades para ser presidente del Gobierno. Comparando sus biografías podían encontrarse curiosas coincidencias, y sin embargo eran personas muy diferentes. Areílza presumía de ser el hombre más elegante de España y Fraga era el hombre menos elegante del mundo. Del uno se decía que se desayunaba con champán francés, y el otro era un experto en queimadas gallegas. Areílza, al fin y al cabo, era un aristócrata. Era marqués de Santa Rosa del Río. Y sería más tarde (por la madre) III conde de Rodas. Pero no era conde de Motrico, como todo el mundo pensaba y él dejaba que pensasen. O mejor dicho: era, sí, conde... consorte de Motrico, por su matrimonio con doña María de las Mercedes de Churruca y Zubiría, IV condesa de Motrico. El escritor Francisco Umbral lo definió con ironía y pocas palabras después de muerto: "Areílza era un esnob que iba de conde sin serlo, que iba de liberal habiendo sido alcalde falangista de Bilbao, y que iba de rico sin serlo tampoco demasiado". En todo caso, y fuera como fuese, lo que ahora quiero contar son algunos recuerdos, de los muchos que guardo del hombre vanidoso, difícil y cambiante que conocí de cerca:
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Areílza se acostaba a las ocho y se levantaba de madrugada, antes de salir el sol. Cuando Madrid despertaba, él ya había leído todos los periódicos matutinos que se editaban en la capital. Y, después de leerlos, enseguida me llamaba por teléfono para comentarme, o para discutir conmigo, los contenidos que más le interesaban. Pero como yo seguía en la cama y no sabía de qué me estaba hablando, me obligaba a mentir. Cuando me preguntaba si tenía delante el Ya, o El País, o ABC, le decía que sí. Cuando me pedía que buscara la página 27, o la 32, o la 55, fingía que la buscaba. Cuando me daba su opinión sobre alguna noticia, artículo o editorial, yo le daba, claro que sí, toda la razón.
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De los periodistas, Areílza pensaba mal: "Si, con sueldos tan bajos, escriben de todo pensando que saben de todo, es que no saben de nada. Por eso suelen ser resentidos y malas personas".
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Sobre las mentiras y ofensas pronunciadas o publicadas por los enemigos políticos, me decía: "No sufras tanto, querido Domingo. Aprende. Todo eso se soporta con facilidad, procurando en la Enciclopedia Británica el nombre de quien habla o escribe. Si no está, es como si no existiera".
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El conde siempre se sentaba procurando tener a sus espaldas la luz de una ventana abierta o de una lámpara potente. Así, él podía ver con claridad las caras de sus interlocutores, sin exponer demasiado la suya.
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Sobre la democracia real, opinaba: "Cuidado. Los pobres (ojo con el PSOE de Felipe González) en realidad son mayoría. No nos engañemos. Y cuando los pobres llegan de repente al poder que nunca han tenido, y descubren el abundante dinero público que nunca han visto, pueden ser muy peligrosos".
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En cuanto a la elegancia: "La elegancia son los gestos, la forma de ser y de estar, y no esos ternos cruzados, como los míos, que cualquiera puede comprar a plazos".
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Comiendo en el reservado de El Bodegón: "El mejor vino tinto del mundo es el de Rioja. Siempre y cuando, claro está, que sea de garrafón".
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También con las palabras, igual que con el vino, Areílza solía contradecir su fama de hombre exigente, intolerante, en cuanto a la excelencia de las cosas: si eran escritas tenían que ser perfectas en el fondo y en la forma; si eran habladas, podían ser hasta malsonantes, desde que fueran pronunciadas por él, y por nadie más: cabrón, coño, hijo de puta, no me jodas...
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En lo que Areílza no cedía, ni se contradecía, era en el protocolo: en la puesta en escena del convivir civilizado, fuese público o privado. Para él, una carta era mucho más que un papel bien escrito; una cena cualquiera era una ceremonia sujeta a mil leyes y principios; un encuentro de embajadores tenía que ser una contundente demostración de sabiduría, estética, inteligencia y equilibrio. Por eso, siendo quien soy, y viniendo de donde vengo, lo irrité muchas veces con mi falta de "diplomacia". Por ejemplo: desde niño, yo tenía la costumbre de abrirle la puerta trasera derecha del coche a las personas mayores o importantes, para que entraran con comodidad y se sintieran respetadas. Y con Areílza hacía lo mismo. Pero haciéndolo, él tenía que hacer un gran esfuerzo para sentarse del otro lado, detrás del chófer, a fin de dejarme sitio a mí. Y así, además de arrugarse y despeinarse, el conde quedaba a la izquierda y yo a la derecha, como si fuese el más importante. Con lo cual, el problema se transformaba en escándalo: la gente que nos veía pasar por las calles de Madrid podía pensar que, si quien iba a la izquierda quería ser presidente del Gobierno, el que iba a la derecha seguramente pretendía la Corona.

0109

A Manuel López Novo, un gallego culto y sensible afincado en Madrid, y profundo conocedor de las cloacas políticas de la capital, le interesó mucho una serie de artículos que yo había escrito sobre la supuesta democracia española, vista por un español desde fuera de España. Le gustó, sobre todo, y al revés que a Perales, lo que yo decía sobre tres cuestiones específicas: las relaciones con el Portugal democrático; las relaciones con América Latina, en general; y las relaciones con Brasil (mitad de Sudamérica en territorio, población y economía), en particular. Y se le ocurrió mandarle una carpeta con todos aquellos textos a su amigo Felipe González Márquez, secretario general del Partido Socialista Obrero Español. El resultado fue un encuentro a solas, entre el político sevillano y yo, en la casa que el propio López Novo tenía en Colmenar Viejo. Felipe llegó en un coche grande y ruidoso, despeinado y mal vestido, como si de verdad fuese un obrero de la construcción en plena faena, acompañado de media docena de guardaespaldas que metían miedo. En conjunto y a primera vista parecían una banda de atracadores dispuestos a secuestrarme. Pero enseguida se impuso el famoso encanto personal del líder socialista, y la merienda que nos habían preparado se convirtió en una larga, agradable y provechosa lección magistral. Yo no había conocido nunca a nadie que entendiera la política como Felipe González la entendía. Lo que él pensaba y decía dejaba los libros de Fraga Iribarne en el plano de la literatura costumbrista: de los discursos patrióticos, estridentes pero vacíos. Para Felipe, la política era una ciencia exacta implantada y practicada como una religión, o, tal vez, una religión implantada y practicada con rigor científico. La ciencia-religión, o la religión-ciencia, tenía nombre: socialismo. Y la iglesia que predicaba y defendía esa religión se llamaba PSOE. Los afiliados eran los creyentes. Y nadie podía afiliarse, ni ser sacerdote, sin saber y sin obedecer el catecismo: las verdades indiscutibles recogidas y ordenadas en los estatutos del partido. Con tanta perfección, organización y claridad no era difícil detectar y clasificar los males de España, ni recetar y programar los remedios respectivos. Por eso no había problema español grande o pequeño que Felipe no conociera, ni solución o alternativa que no estuviese en su cabeza. Admirable. Más que admirable. Pues era como si el secretario general del PSOE estuviese diciendo lo que yo mismo había querido decir tantas veces, sin saber o sin poder decirlo. Sin embargo, el desacuerdo surgió cuando, después de tanta conversación, me resultó difícil abandonar la certeza de que Felipe González era un obispo disfrazado de político: él no dudaba de nada y yo dudaba de todo; él había encontrado la verdad, y yo estaba lejos de encontrarla; él quería reinventar España, y yo me conformaba con integrarme en la que ya existía; él no estaba para servir a los españoles, sino para salvarlos, siendo seguido y aclamado por ellos, y yo soñaba con compartir los defectos y virtudes del pueblo imperfecto; él adoraba ser adorado por las multitudes, y yo las temía y detestaba. Al final de la tarde, y sin más café en la cafetera, la simpatía y el respeto personal habían aumentado, pero el abismo ideológico era insalvable: yo no podía creer en la libertad colectiva antepuesta a la libertad individual; ni en la igualdad por obligación; ni en la fraternidad con letra y música, cantada a coro, con el puño en alto. Y no creía, porque ya había creído en las misas, sermones, procesiones y milagros del párroco de la Villa de Teguise. Ahora, para mí, la democracia no era otra cosa que el ejercicio de la simple y pura libertad; y no había libertad sin haber la posibilidad de equivocarse. Para mí, no ser socialista no podía ni debía ser un pecado mortal, castigado con la marginación...
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0108

Lo que más me impresionó cuando volví a Madrid fueron las sombras. En Parnaíba, con el sol siempre a plomo, no había sombras inclinadas. Y en la capital de España, en diciembre, el sol amarillento proyectaba sombras casi horizontales. En la calle de Velázquez, los edificios de un lado oscurecían con sus sombras alargadas los del otro lado. Y recuerdo la calle de Velázquez, porque fue allí, subiendo a la izquierda, donde fui a ver a Manuel Fraga Iribarne, que por entonces se dedicaba por entero a la difícil tarea de crear Alianza Popular. Lo fui a ver, después de anunciarle mi visita por escrito y por teléfono, para ofrecerle de forma incondicional, leal, en aquel momento clave de su carrera política, toda la experiencia que en materia de Comunicación yo había adquirido trabajando en importantes instituciones públicas y privadas, y en grandes empresas editoras, de distribución, y de transporte aéreo. En mi incurable ingenuidad, lo que yo quería no era otra cosa que participar (dejar de sentirme excluido). Pero no podía pensar que a un político moderno y democrático (el que más había modernizado España con el increíble desarrollo turístico y con la Ley de Prensa), ahora tan necesitado de comunicarse mucho y bien, no le pudiera interesar la Comunicación. Y debí pensarlo, para no sentir la decepción que sentí cuando don Manuel me recibió después de dos horas de espera. Me saludó de pie y con prisa, como si no me conociera de nada ni nunca me hubiera mandado libros, cartas y proyectos; no me dejó abrir la boca; llamó a la secretaria y le dijo que lo mío era con Perales; y cerró la puerta, dejándome en el pasillo, con la mano tendida y sin ningún adiós... El tal Perales era un hombrecillo insignificante, en todos los sentidos, que, con el tiempo y muchas traiciones, llegaría a tener mucho poder en la España de la Transición. Sin nada que hacer en su despacho grande y vacío, de techos altos, con la calefacción al máximo, y con el retrato de Franco todavía colgado a sus espaldas, me recibió como quien recibe al bobo del pueblo, para divertirse contándole disparates. Y, hablando por los codos, me contó que, con toda seguridad, Fraga sería el próximo presidente del Gobierno; que estaban trabajando para tener el mejor partido político de la derecha europea; que, por eso mismo, no querían parecerse en nada a los partidos de América Latina, ni tenían interés en recibir influencias políticas que no vinieran de los grandes países del Viejo Continente. "Le agradecemos su visita -me dijo, como si dijera algo estudiado y aprendido de memoria-, y le deseamos suerte en su regreso a España, al mismo tiempo que le pedimos, por favor, que comprenda que ahora mismo no tenemos nada que ofrecerle, ni como político, ni como especialista o asesor, contratado o no. Usted, señor Hernández, reconózcalo, parece un sudamericano. Habla, piensa y escribe, y hasta se viste, como un sudamericano...".

0107

Agustín nunca aceptó la idea de quedarse en Brasil para siempre. Ni Parnaíba ni el delta le gustaban. Pensaba que las aguas del río, que no dejaban de correr hacia el mar, jamás le devolverían el cuerpo de Conchita. Su obsesión era llegar a Venezuela, algún día, de alguna forma, costara lo que costase. Y a Venezuela se fue, al cabo de ocho años de intenso sufrimiento, con su mujer, dos hijas y un hijo, sin documentos, sin equipaje, sin dinero, y por caminos y fronteras que Nicolás desconocía, o que no quiso contarme, por miedo, o por alguna otra razón... Nicolás, en cambio, sí se resignó. Se olvidó de la aventura venezolana, enterró el cuerpo de Encarnación en Parnaíba, y allí se quedó, con dos hijos y una hija, tratando de sobrevivir sin llamar mucho la atención y sin volver a desafiar a la suerte. Con prudencia, humildad, paciencia, sacrificio y mucho sudor, había conseguido algunas cosas: una humilde casa propia, levantada con sus propias manos; un pequeño taller de chapa y pintura, donde trabajaban sus dos hijos varones, todavía solteros; un matrimonio feliz de su hija Encarnita, con un profesor de música, mulato, natural de Fortaleza; un nieto bonito, alegre, inteligente y cariñoso... Nicolás tenía motivos para tener la conciencia tranquila. Pero no encontraba la paz sin encontrarse a sí mismo: sin sentir sus propias raíces; sin tener todos los derechos; sin conocer la igualdad; sin recuperar el origen, bueno o malo, pero verdadero. Y fue para eso -para hablarme de la angustia que lo mortificaba, y sabiendo que yo era sobrino de su amigo Alberto Hernández- para lo que me llevó a la Ilha das Canárias. Él sabía que aquello de la insularidad repetida, a un lado y al otro del Atlántico, era una simple coincidencia que daba que pensar, pero que no convenía dramatizar para no aumentar la nostalgia. Sin embargo, con los pies puestos donde mismo había encallado el Esperanza, los deseos de volver a Las Palmas le impedían razonar con claridad. Era como si, desde allí, sus ojos extraviados alcanzaran a ver el Roque Nublo, o el faro de La Isleta, detrás del horizonte marino. Su drama tenía algunas semejanzas con el mío: por un lado estaba convencido de que ya no podía hacer nada más, ni por sus hijos, ni por su esposa muerta, ni por nadie; por otro, no le importaba nada perder la casa de Parnaíba, la lancha y los ahorros, con tal de sentirse tranquilo; por otro, no sabía cómo regresar a España, ni por dónde, ni con qué papeles, ni con qué garantías. Quería tener la certeza de que, cuando la muerte llegara, podría morir en lo más alto de la calle Milagro, viendo por última vez, por la ventana abierta, el tráfico marítimo del Puerto de La Luz, allá, a la izquierda, después de Ciudad Jardín y de la playa de Las Alcaravaneras. Para ello estaba dispuesto a pagar todos los precios que hubiese que pagar, menos uno: el de seguir sintiéndose perseguido, y a veces maltratado, por algo o por alguien difícil de identificar... Nicolás nunca se había confesado con tanto detalle y tanta sinceridad. Y ahora, sin nada más que decirme, esperaba mi respuesta o mis comentarios. Pero, trastornado, yo no supe qué decirle, y sólo conseguí hacerle dos promesas: la primera, que, después de oirle, era yo -yo mismo- el que volvería a España sin más tardanzas; la segunda, que, mientras volvía, haría todo cuanto estuviese en mis manos para ayudarle... (Y no fue mucho lo que pude hacer por él, porque, cuando conseguí regresar a Las Palmas, descubrí que de la casa de la calle Milagro solamente quedaba una pared, con dos ventanas tapiadas).

0106

Nicola no se llamaba Nicola. En realidad se llamaba Nicolás García Padrón, y era el mismo hombre desesperado que yo había conocido en la casucha de lo más alto de la calle Milagro, en el Risco de San Nicolás, en Las Palmas de Gran Canaria, cuando, de madrugada, mi tío Alberto fue a llevarle un sobre con dinero y me llevó con él. Lo que sucedió después fue una tragedia: Nicolás y su hermano Agustín, con sus respectivas mujeres y sus siete hijos en total, tres varones y cuatro hembras, la menor de sólo tres años de edad, consiguieron atravesar con todo su equipaje el barrio de Vegueta, antes de que amaneciera; consiguieron llegar hasta la playa de La Laja; consiguieron robar el barco de pesca que tanto habían observado (el Esperanza); y consiguieron huir hacia América, navegando a vela, dándole la vuelta por el este a la isla de Gran Canaria. No comieron ni durmieron hasta que no perdieron de vista el pico del Teide y el archipiélago se humdió en el horizonte. Y cuando se sintieron a salvo en medio del Atlántico, centraron toda su atención en no perder el rumbo que los llevaría rectos hasta Maracaibo. Pero con el  pasar de los días y las noches fueron perdiendo la noción del tiempo. Y con la falta de abrigo y de descanso, de agua y de comida, fueron perdiendo la salud. Y cuando un temporal les destrozó la vela y les partió el palo, se quedaron a la deriva... Vencidos, sin más fuerzas ni recursos, se abrazaron en un abrazo colectivo y resignado, se taparon con las mantas que llevaban, y dejaron que la muerte llegara, inevitable y silenciosa, cuándo Dios quisiera... Hasta que, pese al agotamiento, y bajo un calor sofocante, tuvieron la impresión de que el Esperanza había encallado. No se movieron, porque no tenían fuerzas para ello, ni hablaron, ni gritaron, pero sí lloraron de alegría, al sentirse, según todos los indicios, en una bendita playa venezolana... La sorpresa no pudo ser mayor, ni más dolorosa, cuando fueron descubiertos y atendidos por unos pescadores del pueblo de Araioses, y consiguieron saber toda la verdad: estaban en la Ilha das Canárias, en el delta del río Parnaíba, Nordeste de Brasil; Encarnación, la mujer de Nicolás, había llegado muerta; Conchita, la hija menor de Agustín, había desaparecido durante la travesía... Pagaron un precio asustador para ir de la isla española de Gran Canaria a la isla brasileña de las Canarias, arrastrados por los vientos y las corrientes del Atlántico...

0105

 
Mi chófer (que también era un buen mecánico y un buen electricista) se llamaba Nicola, parecía envejecido por el sufrimiento y la falta de salud, y no hablaba conmigo si yo no le dirigía antes la palabra. Pese al calor, usaba un sombrero de fieltro idéntico al de mi abuelo Pedro. No entraba en ninguna parte, ni hacía nada, sin antes pedir permiso. No recibía ninguna atención sin dar las gracias. Y su portugués, mal pronunciado, lleno de palabras extrañas y de acentos raros, no podía ser peor. No resultaba difícil saber, por tanto, que el buen hombre no era nordestino. Y un día, contrariando su forma de ser, me pidió un favor: que le prestara los libros que él mismo me había traído y desempaquetado, para tener el placer de leerlos, y para que los leyera un hijo suyo, muy interesado por todo cuanto sucedía y se pensaba en Europa... Le presté los libros de Fraga Iribarne, pasaron algunas semanas, y una madrugada, mientras regresábamos de Teresina por la peligrosa carretera de siempre, llena de cerdos, vacas y caballos, Nicola volvió a dirigirme la palabra sin que yo se la hubiese dirigido antes a él: quería decirme que tanto él como su hijo mayor habían aprendido mucho con lo que habían leído; que el sábado sin falta me devolvería todos los volúmenes; y que, como prueba de agradecimiento, me ofrecía un paseo -que podríamos hacer cuando yo quisiera y pudiera- para ver las bellezas que había del otro lado de la Ilha Grande de Santa Isabel, que para mí seguían siendo desconocidas, y que seguramente me iban a gustar mucho, mucho, mucho... Me lo dijo con tanto interés, que le dije que sí. Y programamos el paseo. Y el jueves al amanecer, como habíamos programado, fuimos a navegar por las entrañas de la Creación (del paraíso terrenal), en una lancha a motor que él mismo había construido para salir a pescar cuando no tenía otra cosa que hacer... El río Parnaíba recorría 1.485 kilómetros antes de encontrarse con el océano Atlántico y formar el delta indescriptible: 73 islas fluviales, laberínticos igarapés, manglares, carnaubas sin fin, dunas blanquísimas, pájaros y peces de todos los tamaños y colores... Nicola conocía todo aquello como la palma de la mano. Pero no era verdad que me quisiera mostrar todo lo que conocía. Quería que yo conociera, ante todo y sobre todo, una de las islas más grandes y más bonitas del delta: la Ilha das Canárias!

0104

Pero en España habían inventado una broma turística que decía: Spain is different. Y en el país de las castañuelas, que no había olvidado por completo la crueldad de la Guerra Civil, nada se movió demasiado hasta el 20 de noviembre de 1975, cuando Francisco Franco, caudillo por la gracia de Dios, falleció en su propia cama, enchufado a los tubos y cables de una ciencia repugnante, dejando "todo atado y bien atado". De nuevo se repetía el misterio de las fechas: faltaba un mes exacto para que se cumpliera el segundo aniversario del asesinato de Carrero Blanco... Sin Franco y sin Carrero Blanco, y después de una historia tan convulsa, la ocasión parecía un milagro: una oportunidad única para el pueblo español poder alcanzar su propia libertad -el respeto a sí mismo- echando por la calle de en medio... Pero lo que sucedió fue desconcertante, al menos para mí, que siempre había esperado otra cosa: al revés que en el Portugal del 25 de Abril, el Ejército español siguió defendiendo lo indefendible (el franquismo sin Franco), y los españoles aceptaron una democracia caída del cielo, e implantada en tierra firme, sin claveles, por un rey (el simpático guardia marina Juan Carlos de Borbón) que había jurado fidelidad al dictador fallecido. Quiso implantarla y no pudo, con Carlos Arias Navarro, franquista feroz, presidiendo el Gobierno. Y consiguió implantarla, para asombro general, pidiéndole a Adolfo Suárez que dejara de usar la camisa azul de secretario general del Movimiento (el partido único de la dictadura), que atravesara la calle de Alcalá vistiendo ropas más decentes, y que se comportara como un verdadero demócrata de toda la vida... Todo eso fue así, es verdad, pero yo vivía en Parnaíba. Y en Parnaíba, tan lejos, con tanto calor, costaba creer que algún monarca fuese demócrata; que los soberbios vencedores de la Guerra Civil fuesen razonables; que los perdedores, después de tanto sufrir, no tuviesen nada serio que hacer o que decir... Empecé a dudar de mis propias convicciones cuando mi chófer, cada vez que iba a Correos a recoger la correspondencia, volvía con paquetes de libros escritos por Manuel Fraga Iribarne. De locos: el mismo hombre que había sido ministro de Información y Turismo cuando los protegidos del Ministerio me complicaron la vida, me mandaba ahora libros que hablaban de progreso, justicia y libertad. Y, además de libros, también me mandaba tarjetones escritos a mano, con letra atormentada, casi ilegible, en los que me sugería una y otra vez que volviese a la patria amada, para participar del renacer esplendoroso...

0103

Visto desde Parnaíba, donde siempre era verano, el mundo se movía, yendo y viniendo, subiendo y bajando, como las aguas del delta que mis ojos contemplaban extasiados: cuando la vida empeoraba en el sur mejoraba en el norte, y viceversa; cuando en un hemisferio había calor, en el otro había frío... Por eso no es fácil de explicar lo que sucedió en diciembre de 1973: mientras en el verano de Sudamérica se generalizaba y consolidaba el terror, en el invierno de Madrid, el día 20, saltaba por los aires, dinamitado por ETA, el coche del almirante Carrero Blanco (el mismo que me había amenazado a mí por teléfono). Cabría preguntarse, por eso, si existen dos clases de terrorismo, y si hay un terrorismo (en el calor) que lleva a la opresión, y otro (en el frío) que lleva a la libertad... Pero lo cierto es que Europa se fue acercando poco a poco a la primavera de 1974, y las primaveras europeas -ya se sabía- siempre traían esperanzas, además de flores, cuando no desorden y utopías, como en el Mayo Francés del 68. La Segunda República Española (la de Lorenzo Serrano) había llegado el 14 de abril de 1931. Y -oh, maravilla- la Revolución de los Claveles llegó a Portugal el 25 de abril de 1974, cuarenta y tres años y once días después. Entonces me acordé de Henrique Galvão y de Humberto Delgado, se me saltaron las lágrimas, y me dieron ganas de ser portugués. Aquel sueño de disparar flores en vez de balas no había sido soñado por ellos, ni por nadie, nunca, en ninguna parte...
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0102

Pero me había olvidado de que en el mundo ya no existían las lejanías. Teniendo un receptor de radio moderno y potente, todo estaba cerca. Y a Parnaíba llegué con la radio puesta y escuchando en directo una noticia espantosa: la muerte de Salvador Allende, la destrucción del palacio de La Moneda, el triunfo de un bárbaro llamado Augusto Pinochet. Era el 11 de septiembre de 1973. América Latina había enloquecido por completo. La propia Parnaíba parecía el escenario de una locura: un infierno de adobe, injusticia, miseria, insalubridad e ignorancia, situado a orillas del paraíso terrenal y asentado sobre un subsuelo podrido, que subía y bajaba de acuerdo con el nivel de las agua del río, que a su vez bajaban y subían de acuerdo con las aguas del cercano océano Atlántico. El Parníba Palace Hotel, donde me hospedé durante algunos días, en verdad parecía un hospital abandonado. En él hacía mucho tiempo que no se hospedaba nadie; sus habitaciones vacías, sus puertas abiertas de par en par, sus ventanas sin cortinas, sus camas sin sábanas ni mantas, daban la sensación de un mundo parado en una época incierta. Por las noches, para poder dormir sin ser comido por trillones de mosquitos agresivos, tenía que meterme en un saco de plástico, en el que amanecía bañado en sudor. Y cuando encontré una casa de mampostería ordinaria, con todas las comodidades, tres cuartos de baño, y hasta un bonito jardín, no pude mudarme enseguida porque, al abrir los grifos del agua, en vez de agua empezaron a salir toneladas de hormigas, que siguieron saliendo durante dos semanas seguidas... Pero me adapté. Conseguí adaptarme con una idea fija en la cabeza: la idea de que nada podía empeorar, porque todo había empeorado demasiado. El Mal había tocado fondo. Después de tanto horror cabía esperar tiempos mejores, porque ya no habría otro 11 de Septiembre como aquel. (Entonces, ni siquiera Henry Kissinger, el increíble Premio Nobel de la Paz de aquel mismo 1973, podía imaginar que los norteamericanos que apadrinaron la tortura y la muerte de tantos chilenos, serían castigados con el 11 de Septiembre de las Torres Gemelas, en el venidero 2001).

0101

El viaje a Buenos Aires también me sirvió para recabar información sobre lo que estaba pasando en Argentina con la brutalidad de los militares. No fue fácil conseguir datos reales y creíbles, probados, pero los que conseguí me horrorizaron, y me sirvieron después para comprender de forma clara que toda América Latina se había transformado en un peligroso manicomio. Sólo entonces (y pido perdón por ello) entendí por qué, en São Paulo, entre mis alumnos, había siempre un alumno que no era alumno ni se quitaba el sombrero, que me seguía a todas partes, y que anotaba todo cuanto yo hacía y decía. Sólo entonces (y vuelvo a pedir perdón) abrí los ojos, dejé de pensar únicamente en los éxitos profesionales y particulares, y presté atención a lo que pasaba a pocos metros de mi casa, en el cuartel de la rúa Tutóia. La realidad no podía ser peor: en los países donde los naturales con todos los derechos podían desaparecer como por arte de magia, los inmigrantes que pisábamos suelo prestado no valíamos nada -éramos nada... La irresistible atracción del Ecuador (de la nada que separaba los hemisferios) volvió a quitarme el sueño. La diferencia estaba en que, ahora, no se trataba de viajar en dirección sur, en busca de una isla negra y volcánica como Lanzarote, sino en dirección norte, en busca del inmenso Nordeste de la sequía y del olvido. El Estado más pobre del Nordeste (y de todo el Brasil) era el Piauí. Y en el Piauí había un puerto fluvial, Parnaíba, donde la máxima belleza natural coincidía con el mínimo desarrollo económico y social. Si los indios eran felices en las orillas del río Amazonas, yo podría ser feliz en las orillas del río Parnaíba (que daba nombre a la ciudad). Cambiando la vieja letanía, ahora trataba de convencerme a mí mismo con un nuevo discurso: "La felicidad se encuentra con mucha lejanía y poca información". Sin periódicos actualizados ni teléfonos con prisa, como era el caso de la remota Parnaíba, las posibilidades de encontrar lo que nunca había encontrado eran muchas.

0100

Llegué a la calle Talcahuano, en Villa Maderos, Buenos Aires, veinte años después de que hubiera muerto mi tío Perico. Y me fue difícil encontrar el número 1645, porque la alegre casita de madera que yo llevaba en mi memoria (de haberla visto mil veces en fotografías) había desaparecido. Pero insistí, busqué, pregunté, y llegué a la conclusión de que el número 1645 podía haber estado donde se encontraba un matorral que seguramente había sido un huerto o jardín. La chimenea de ladrillos rojos que aparecía por encima de la espesa vegetación me permitió tener esa esperanza. Y no me equivoqué. Levanté unas ramas, y debajo de las ramas descubrí una cancela de hierro oxidado, con un buzón estropeado en el que todavía quedaban restos del número mágico: 1645. Empujé, y, al empujar, la cancela hizo un ruido hiriente, chirriante, parecido a un quejido, que a su vez provocó un grito acatarrado, allá dentro, en el fondo de la casa que sí seguía existiendo, aunque deteriorada y húmeda. Quien gritó fue Ofelia, la viuda de Perico. Y lo que gritó fue mi nombre, al adivinar mi presencia. Ella sabía que en el mundo sólo quedaba una persona (yo) que pudiera empujar la cancela, algún día, tarde o temprano, de alguna forma, por alguna razón. Y llevaba décadas deseando que eso sucediera... Ofelia, por cierto, ya no era la mujer bonita que había salvado la vida de mi tío, evitando que la perdiera en un accidente de tren. Había engordado y envejecido, y vivía con su madre (una anciana de descendencia vasca que no paraba de hablar de Bilbao), sin el menor contacto con el mundo real. Con el sufrimiento y la pobreza habían aprendido a vivir como quien vive en la selva, o en una isla desierta, con lo que daba el huerto y con la ropa y los muebles del pasado. Pero (parecía mentira) sin perder del todo la razón, ni las buenas maneras, ni el respeto por ellas mismas. Y por eso, tal vez, la casita húmeda y triste se parecía a los museos que a veces se encuentran de forma inexplicable en lugares apartados que no tienen luz eléctrica, ni carreteras asfaltadas, ni teléfonos, ni salas de cine. En las paredes había centenares de fotos que recordaban los tiempos de mi niñez y de mi adolescencia. Fotos mías, de todos los tamaños y posturas, que yo mismo desconocía hasta entonces. Fotos de mi abuelo Pedro y de Mandrea, de mi madre y de mi padre, de Veremunda y de Andreíta, de la camella y del gato blanco y bonito, de la casa de Las Toscas, de la plaza, de la iglesia, de unos niños y unas niñas que ya se habían hecho hombres y mujeres, allá lejos, en la isla canaria que yo quería olvidar, y que ahora no podía olvidar. Y en la cómoda seguían guardadas, por riguroso orden de llegada, en sus sobres respectivos, todas las cartas que yo le había mandado a Perico, con todos los sueños que murieron cuando él murió. Y sobre la mesa redonda que separaba dos sillones desteñidos seguía intacto, como una reliquia, con el mismo lazo de seda azul, el tarro de perfume que mi madre le había mandado a Ofelia, de regalo, con el Perico que volvió para morir... Todo aquello era como si todo estuviese andando al revés. Como si no hubiese otro camino que el camino andado... Y cuando encontré fuerzas para despedirme sin llorar, Ofelia y la madre me pidieron un favor: que las retratara con mi bonita cámara Kodak. Y entonces, para retratarse, se peinaron un poco y se echaron por encima el medio litro de perfume del tarro en cuestión. Querían salir perfumadas en la foto, para que en España (como si la propia Argentina, Brasil y el resto del mundo no existieran) las recordaran siempre con admiración, simpatía y esperanza... España...

0099

El senador Orlando Zancaner quería que Brasil me concediese la nacionalidad brasileña como recompensa por algunos servicios que yo le venía presando al país, y, también, porque él sabía de mi desencanto con España y de mis sentimientos encontrados con el ser o no ser canario. Pero había dos problemas: que la ley brasileña era injusta, y que no era verdad que yo pudiese dejar de ser español. En Brasil, hasta hoy, ningún extranjero puede llegar a ser brasileño a secas. Con suerte, lo que se consigue es el reconocimiento de "brasileiro naturalizado", así escrito, con las dos palabras, cada vez que haya que hacer constar la nacionalidad. Y yo me negaba a ser ciudadano de segunda clase, sin derechos plenos ni siquiera para editar un periódico. Y, por otro lado, con pasaporte brasileño o con pasaporte español, lo que no tenía remedio era mi origen. Había nacido en el callejón del Miedo, en la Villa de Teguise, en Lanzarote, en España, y de Teguise seguiría siendo hasta la muerte. El origen era como la paternidad: aunque mis padres no fuesen los mejores, ni los más queridos, eran los únicos que tenía y que podía tener. Esa verdad, en la que nunca antes había pensado, mudó por completo mi proyecto de vida. Si siendo otra cosa no dejaba de ser lo que era, lo mejor sería aprender a vivir con mis propios fantasmas. Y entonces volví, poco a poco, a hablar y a escribir español. Y a comprender que ni siquiera me había escapado del encierro en mi país verdadero. La dictadura me tenía más vigilado y controlado que nunca desde el consulado general franquista, instalado en un edificio azul del largo de Arouche. Allí tenía que ir, queriendo o sin querer, cada vez que necesitaba demostrar a terceros que yo era yo. Y allí tuve que soportar, por lo menos una vez al año, durante algunos años, el desprecio del vicecónsul que actuaba como aprendiz de comisario político, y que me firmaba la cartilla militar. Terrible: me estoy refiriendo al funcionario de Exteriores que tenía una rúbrica que daba miedo (una W atravesada por un rasgo violento que parecía un corte de navaja), y que, con la democracia, llegó a ser ministro socialista, y hasta embajador del reino de España en la ONU.

0098

Lorenzo Serrano (Serranito) vivía en un edificio blanco que sigue existiendo muy cerca de la otra cabecera del Viaducto 9 de Julho. Era como si el exiliado portugués (Galvão) y el exiliado español estuviesen unidos por un sólido puente de cemento. Serranito había nacido en Madrid, y era hijo de madrileños, pero se había criado en Lanzarote. Por eso se sentía tan español como canario, y tan canario como español. Físicamente se parecía mucho con mi padre, tal vez por las coincidencias que había entre ellos: de niños, los dos habían jugado juntos, porque fue con el padre de Lorenzo que mi padre inició sus estudios de música; y, de adultos, mi padre fue funcionario de Correos, del mismo modo que lo había sido el padre de Serranito. Sin embargo, todo lo demás había sido muy diferente entre la vida de Lorenzo Serrano y la vida de Maestro Domingo: mi padre nunca emigró, y Serranito se fue de Lanzarote desde joven, para hacerse masón y socialista; para ser cineasta y hacer muchas películas; para luchar por la República en la guerra civil; para huir de España por los trágicos caminos de Francia, Chile, Argentina y Brasil; y para ser cónsul general de la República Española en el Exilio, en São Paulo... Nunca pude conocer a un español que hubiese sufrido más que Lorenzo Serrano. Ni que fuese más alegre y solidario que Lorenzo Serrano. Ni que amase más a España y a las Islas Canarias que Lorenzo Serrano... No se cansaba de decirme dos cosas: "A España no hay que pedirle nada -hay que quererla", "Todo archipiélago es el resultado de un cataclismo -no esperes que las Islas Canarias sean otra cosa"... Como cónsul general (de verdad, como si la República Española todavía existiera, con pasaporte diplomático reconocido por las autoridades brasileñas) Lorenzo Serrano hacia más favores que nadie. Las miserias de los emigrantes y de los exiliados le partían el alma, y a veces le faltaba dinero para pagar el ron que lo mantenía vivo, porque se lo gastaba en ayudar al prójimo, fuese o no fuese de izquierdas, fuese o no fuese demócrata. Su pequeño apartamento, abarrotado de libros que hablaban de los desastres españoles y de los sueños de justicia y libertad, parecía una cueva de fanáticos dispuestos a dinamitar el mundo, pero en realidad era un espacio de fraternidad y de cultura, donde se amortiguaban los odios personales y regionales, y se enseñaba a servir cocico madrileño y a beber vino tinto en botas manchegas. Allí soñaban con la caída del dictador y con la vuelta de la democracia (con volver a España lo antes posible), pero nadie decía ni cómo ni cuándo. Increíble: tenían la razón y el deseo, y sin embargo seguían esperando como los que esperaban la lluvia en Lanzarote, o el milagro, en Santiago de Compostela. Debió de ser por eso, seguramente, que pocos saben hoy, en la España de las Autonomías, quién fue Lorenzo Serrano. Para saberlo hay que ir a la Cinemateca Brasileira, en São Paulo, o a la tranquila y bella ciudad de Lucélia, en el interior paulista, donde Serranito rodó Homem sem paz.

0097

El capitán Henrique Galvão vivía su vida de exiliado en un edificio que todavía se encuentra en la cabecera del Viaducto 9 de Julho más próxima a la rúa de la Consolação. Para llegar a la redacción del Estadão, donde Júlio de Mesquita le había dado un empleo, sólo tenía que andar cincuenta metros. Y el otro exiliado portugués famoso, el "general sin miedo" Humberto Delgado, vivía en el largo de la Pólvora (...), junto a la avenida de la Liberdade (...). Antes de la Operación Dulcinea los dos ya habían mantenido alguna relación política. Pero fue el asalto al Santa María el que hizo pensar a mucha gente que la popularidad de ambos tenía algo que ver con un compromiso único y una única estrategia. Y eso nunca fue verdad. Sus ideas no eran del todo coincidentes, y su relación personal no era buena. Las cosas eran así, y no podían ser de otra manera, porque, en realidad, y sin perjuicio de su formación militar, Henrique Galvão no era otra cosa que un excelente escritor. Y Humberto Delgado, en cambio, llevaba en la sangre la vocación castrense y el instinto político. En las elecciones de 1958 se había presentado como candidato a la Presidencia de la República, compitiendo con Américo Tomás, y sabiendo que iba a perder. Perdió, pero pudo demostrar hasta qué punto podían llegar el fraude y la corrupción del régimen de Salazar. Y esa demostración le permitió seguir diciendo que al dictador portugués sólo se le podía vencer por la fuerza. Cuento lo que estoy contando porque quiero contar que entre Henrique Galvão y Humberto Delgado sí había, pese a todo, una evidente coincidencia que a mí me dio mucho que pensar: el amor a Portugal -el deseo desesperado de regresar con vida al país que los perseguía... Henrique Galvão nunca regresó, porque acabó muriendo en São Paulo, con el mal de Alzheimer, el 25 de junio de 1970. Humberto Delgado intentó el regreso cinco años antes, en 1965, pero no llegó a pisar tierra portuguesa porque fue asesinado por la PIDE, junto a su secretaria Arajaryr Campos, el 13 de febrero, en un lugar olvidado de la extrema Extremadura española, que lleva el nombre de Villanueva del Fresno. Murieron sin poder imaginar -sin ver- la Revolución de los Claveles...

0096

Habíamos quedado en que yo informaría a Paulino Dornelles sobre mi dirección en São Paulo, cuando la supiera, para que él pudiera informar al presidente Goulart, para que éste pudiera comunicarme el lugar y la fecha de la entrevista que me abriría de par en par, para siempre, ahora sí, las puertas del futuro. Y, por razones que no vienen al caso, me hospedé en el Hotel Algarve (un pequeño y feo prostíbulo que había frente a la Biblioteca Municipal, en la parte baja de la rúa de la Consolação), que no era el Ritz, pero que era barato y estaba bien localizado, a cincuenta metros de la Biblioteca y a menos de cien del edificio de O Estado de S. Paulo, el gran periódico de la familia Mesquita. Podía haber sido mejor, pero, en todo caso, el problema era otro. Era encontrar a Paulino, que todavía, después de su vuelta a Brasil, seguía sin tener residencia fija porque el Itamaraty, como los demás ministerios, sufría las consecuencias de la mudanza de la capital, de Río de Janeiro para Brasilia, y en la práctica no estaba ni en un sitio ni en el otro, o estaba en los dos. Y como los teléfonos no funcionaban (conseguir una conferencia interurbana podía ser un problema de horas o de días), y el Correo era la esencia misma del caos, el Hotel Algarve llegó a parecerme una desagradable y peligrosa prisión. Sin saber qué hacer, y teniendo que hacer alguna cosa para librarme de las putitas y del portugués que regentaba el prostíbulo, se me ocurrió un absurdo: mandarle una carta certificada a Paulino Dornelles, con la dirección que el Ministerio de Exteriores había tenido (o seguía teniendo) en Río de Janeiro. Aquella carta no llegaría jamás, ni nadie la contestaría, pero sentí que mi conciencia se aliviaba con la decisión de escribirla... Pasó el tiempo, mi vida evolucionó de otra manera, Brasil entró en una fase oscura de su historia, y una noche, después de participar de un debate político, el capitán Henrique Galvão y yo salimos de la Biblioteca Municipal con intención de ir hasta su sencillo apartamento de exiliado, que estaba muy cerca, a un paso del Hotel Algarve, mientras seguíamos hablando de nuestro tema preferido: la Operación Dulcinea (el asalto al vapor Santa María, en enero del 61), que el propio Galvão había liderado, y en la que habían participado demócratas portugueses y españoles con la loca intención de dañar la imagen de las dictaduras de Salazar y de Franco. Y de eso hablábamos, cuando fuimos interrumpidos por el gerente del hotel, que nos reconoció a los dos: al capitán, de ver su fotografía en O Estado de S. Paulo; y a mí, entre otras cosas, de haberme ido de su establecimiento sin pagarle la factura de la lavandería. Al principio me preocupé, pero enseguida supe que había una noticia que podía ser buena: un bonito sobre de la Presidencia de la República, que el gerente había guardado con temor, y que era para mí. El presidente João Goulart me convocaba para una reunión en Río de Janeiro, el 13 de enero del pasado año de 1963, sin sospechar que cuando llegara abril del 64 (que ya había llegado) iba a perder el poder, por el golpe de estado que lo expulsó del país...

0095

En realidad, ni mi padre ni yo habíamos sabido nunca lo que era la felicidad. Lo que yo había buscado y seguía buscando era otra cosa. Era la posibilidad de ser, de hacer, de realizarme. Y si de ser y de hacer se trataba, por fin había dado en el clavo. La ciudad de São Paulo era como quince o veinte Barcelonas juntas. En ella se concentraban todas las oportunidades imaginables y todos los fracasos posibles. Para bien y para mal, quien no se encontrara a sí mismo en la capital paulista no podría encontrarse en ningún otro lugar del planeta Tierra. Seguir discutiendo sobre los pormenores de la suerte y la desgracia, o sobre el norte y el sur, era una tontería. Sin embargo, yo seguí reflexionando hasta hoy sobre la diferencia de fondo que hay entre vivir sometiéndose a una realidad ya desarrollada y consolidada, y vivir desarrollando y consolidando la realidad. São Paulo fue fundada por un canario de La Laguna llamado José de Anchieta. La fundó fundando un colegio junto a un arroyo de aguas claras, cuando el Brasil era poco más que una esperanza sin fin. Y el milagro se hizo solo, y se sigue haciendo, porque nunca hubo, ni hay, consolidación anterior que lo impida o dificulte. Mientras São Paulo creció hasta ser lo que es, La Laguna antigua y señorial siguió siendo más o menos lo que era. Lo que quiero saber y nadie ha sabido decirme es la cantidad de colegios que el Padre Anchieta tendría que haber fundado en Tenerife, para que en su isla de nacimiento sucediera algo parecido a lo que sucedió en su tierra de adopción.

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La bahía de Guanabara había sido descubierta por el explorador portugués Gaspar de Lemos el día 1º de enero (janeiro) de 1502. Y la ciudad que allí se fundó después tomó el nombre de Río de Janeiro (de enero), porque, según la leyenda, los portugueses creyeron que habían llegado a un lugar semejante al Mar da Palha, donde, frente a Lisboa, el río Tajo (Tejo) se encuentra con el océano. Pero la verdad es que en la bahía más bonita del mundo nunca desembocó un río tan importante y determinante como aquel que viene de España y atraviesa Portugal, y Río de Janeiro se siguió llamando Río de Janeiro hasta hoy. Cuento estos detalles porque, sin tener en cuenta la historia y sus consecuencias, el Alberto Dodero llegó a la bahía de Guanabara un 4 de septiembre, tres días antes de la celebración del Día de la Independencia. Llegamos al amanecer, cuando el sol naciente empezaba a iluminar la Urca y el Pan de Azúcar, a babor, y el cuartel-fortaleza de Santa Cruz, a estribor. Sin embargo, aquella bienvenida espectacular duró poco, porque el cielo se encapotó, y la bahía y sus bellezas se perdieron bajo una espesa neblina que no dejaba ver el Cristo, ni los morros, ni nada. Fue como si una noche densa y profunda hubiese llegado de forma equivocada, cuando debía de haber llegado el día claro y transparente. La falta de visibilidad aumentó de tal manera, que al comandante del Alberto Dodero no le quedó otro remedio que fondear el barco para evitar males mayores. Y, con el barco parado, desaparecieron las corrientes de aire y aumentaron el calor y la humedad. Todo hacía pensar que estábamos siendo cocinados al baño maría en las aguas calientes e invisibles que nos rodeaban. Los tripulantes y los pasajeros, grandes y pequeños, viejos y jóvenes, sudaban como si se derritiesen. Y no exagero. Pues a mí mismo se me derritió bastante la memoria. Me olvidé por completo y por muchos años del idioma español, y desde aquel 4 de septiembre no me acuerdo de todo, como un todo, sino de algunas cosas sueltas, como si la realidad estuviese incompleta o fraccionada. Por eso (presten atención, por favor), desde aquí y hasta el final será mucho más evidente para el lector lo que él ya sabe: que este libro está hecho de pedazos.