martes, 5 de abril de 2011

0119

Pero llegó septiembre, y, con las fiestas patronales, el valle y las montañas se llenaron de ruido, de malos olores y de moscas verdes. Temblor, el bonito y tranquilo pueblo de clima frío y arquitectura colonial, fue asaltado por caravanas de peregrinos que le iban a llevar dinero y alimentos a la Virgen, y de borrachos que no paraban de beber, cantar, bailar, gritar, orinar, defecar y vomitar. La mezcla de fanatismo religioso y de alegría salvaje no me dejaba pensar ni dormir. El olor de los orines que entraban por la puerta del zaguán no me dejaba comer. Desesperado, le puse agua y comida a Atlántida, para que pudiera vivir sola hasta octubre, y me fui de viaje a Casablanca. Cuando regresé, las fiestas habían terminado y el pueblo olía a detergente. Y en mi casa había sucedido una desgracia: Atlántida se había quedado sin comida y sin agua, y con el hambre, la sed, la soledad, el griterío y la música estridente se había vuelto loca. Sin otra cosa que comer, se había comido su propio rabo. Y con el dolor y la locura se había revolcado por todas las habitaciones y todas las escaleras, manchando de sangre las paredes, los techos, los pisos, los muebles y las cortinas, como si la vivienda fuese un matadero, o la comisaría de una dictadura sin piedad.
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Y (para colmo) había sucedido lo mismo con las personas. Igual que la gata bella y mimada, también los canarios se habían comido el rabo de su falso progreso, al sentirse atrapados entre el deterioro ético y la falta de iniciativa, dejando de herencia, en Las Palmas, el único monumento al Suicidio que hay en el mundo.

FIN