lunes, 4 de abril de 2011

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Por otro lado, las palabras servían para mentir. Y, siendo nieto de un mentiroso como Pedro Peña, no tardé en comprender que mentir bien podía ser un arte atractivo y respetable. Sin saber con exactitud cómo había aprendido a leer y a escribir, yo sabía que la literatura, el teatro, y hasta el cine, por ejemplo, se hacían con palabras mentirosas. El sufrimiento derivado de las verdades se podía compensar imaginando mundos falsos, más atractivos y más emocionantes. Y con esa idea en la cabeza me dejé fascinar por el teatro. Quien descubrió mi vocación, o mis cualidades, o mi interés, o lo que fuese, fue doña Esperanza Spínola, incansable defensora de la cultura, que enseguida me dio papeles de protagonista en las piezas que programaba, dirigía y montaba en los improvisados escenarios, religiosos o no, de La Villa. Los éxitos no fueron pocos. Y algún fracaso, como aquel de La del manojo de rosas, marcó época. Ensayamos la zarzuela del maestro Sorozábal durante muchos meses, con el único acompañamiento de una pianista de la aldea de Nazaret, hasta que nos aprendimos la letra y la música al derecho y al revés. Y entonces, para que corrigiésemos cualquier imperfección de última hora, nos trajeron una colección de discos con la obra completa grabada en directo, con orquesta y coro, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Y como lo que oímos en el gramófono no se parecía en nada a lo que nosotros cantábamos, tuvimos que suspender la puesta en escena después de haber vendido todas las entradas con antelación...