lunes, 4 de abril de 2011

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A Veremunda le preocupaba mi ingenuidad política. Ella pensaba que el franquismo había corrompido las instituciones y temía que yo pudiera corromperme con facilidad trabajando en el ayuntamiento. Y, para explicarme esa preocupación, me hablaba una y otra vez de algo que yo no conseguía entender. Me decía que España había dejado de ser un país decente, porque, con la dictadura, los tres poderes del Estado estaban siendo controlados por las mismas personas: porque, en la práctica, era el Gobierno el que hacía y el que aplicaba las leyes... Empecé a comprender lo que me quería decir cuando tuve que intervenir, como empleado del ayuntamiento, en un asunto que en principio era cosa del juzgado: un desahucio. El juez de paz, sin autoridad ni medios, no conseguía desahuciar a un pobre hombre que, con una hija soltera, vivía en una habitación miserable plantada en la soledad de la montaña de Guatiza, y azotada por un viento que hacía difícil llegar hasta ella. Y entonces, para que la sentencia pudiera cumplirse a rajatabla, sin más contemplaciones, en el ayuntamiento decidieron cortar por lo sano. Y fuimos hasta Guatiza, por las malas. Y los inquilinos no estaban, probablemente porque nos habían visto llegar desde lejos y se habían escondido. Y volvimos una semana después. Y tampoco encontramos al hombre o a la hija. Y volvimos, pero acompañados por una pareja de la Guardia Civil. Y entonces, sin dar más importancia a la ausencia de los perjudicados, rompimos la puerta a machetazos, arrancamos el candado, sacamos de aquel cuarto oscuro los trastos húmedos y malolientes, y el viento se llevó un montón de cartas de amor, que volaron en dirección al mar como si hubiesen encontrado de golpe, por la fuerza, una libertad violenta e inesperada... En el acta que yo mismo redacté, dictada por el secretario, quedó constancia de que todo sucedió de acuerdo con la ley, con la conformidad de los desahuciados, y en presencia de unos testigos que jamás pasaron por Guatiza...