Severa, una mujer admirable, madre de diez hijos, trabajadora incansable, era la única persona que en La Villa conseguía progresar en lo económico sin necesidad de corromperse en lo político o en lo religioso. Tenía una tienda en la que vendía de todo, como si se adelantara en el tiempo a las prácticas comerciales de El Corte Inglés. Le fiaba a todo el mundo, como si fuese una defensora de los pobres o una prestamista temeraria. Y no le importaba que nadie tuviera dinero, porque su éxito no dependía de la riqueza sino de la pobreza. Cuanta más pobreza general, mayor ganancia para Severa. Pues a ella se le podía pagar (tarde o temprano) con cualquier producto agropecuario, o con cualquier objeto de valor, como relojes, collares, anillos, pulseras o porcelanas. Los productos agropecuarios Severa los revendía, los cambiaba por otros, o los fiaba, incrementándoles el precio. Los objetos de valor se los ofrecía a joyeros y a coleccionistas que sólo ella conocía, y que siempre estaban dispuestos a pagar fortunas, por alguna razón. El problema eran los huevos. Todo el mundo tenía gallinas, porque las gallinas vivían de la nada y daban alimento. Y, con tanta gallina, a Severa también le pagaban con toneladas de huevos, que ella no conseguía revender ni conservar. Hasta que tuvo una idea de marketing avanzado: abrir un restaurante que sólo sirviera huevos a los soldados hambrientos y con escaso poder adquisitivo... Y lo abrió, aprovechando el único espacio de la trastienda que tenía puerta para la calle. El éxito fue inmediato. La fila de soldados-comensales mantenía repleto el apretado establecimiento de cuatro mesas, y nunca más volvió a existir en el mundo un restaurante como aquel, que, por cuestiones de precio y conveniencia, sólo servía tres platos diferentes: huevo frito completo, o yema de huevo frita, o clara de huevo frita...