lunes, 4 de abril de 2011

0028

Severa, una mujer admirable, madre de diez hijos, trabajadora incansable, era la única persona que en La Villa conseguía progresar en lo económico sin necesidad de corromperse en lo político o en lo religioso. Tenía una tienda en la que vendía de todo, como si se adelantara en el tiempo a las prácticas comerciales de El Corte Inglés. Le fiaba a todo el mundo, como si fuese una defensora de los pobres o una prestamista temeraria. Y no le importaba que nadie tuviera dinero, porque su éxito no dependía de la riqueza sino de la pobreza. Cuanta más pobreza general, mayor ganancia para Severa. Pues a ella se le podía pagar (tarde o temprano) con cualquier producto agropecuario, o con cualquier objeto de valor, como relojes, collares, anillos, pulseras o porcelanas. Los productos agropecuarios Severa los revendía, los cambiaba por otros, o los fiaba, incrementándoles el precio. Los objetos de valor se los ofrecía a joyeros y a coleccionistas que sólo ella conocía, y que siempre estaban dispuestos a pagar fortunas, por alguna razón. El problema eran los huevos. Todo el mundo tenía gallinas, porque las gallinas vivían de la nada y daban alimento. Y, con tanta gallina, a Severa también le pagaban con toneladas de huevos, que ella no conseguía revender ni conservar. Hasta que tuvo una idea de marketing avanzado: abrir un restaurante que sólo sirviera huevos a los soldados hambrientos y con escaso poder adquisitivo... Y lo abrió, aprovechando el único espacio de la trastienda que tenía puerta para la calle. El éxito fue inmediato. La fila de soldados-comensales mantenía repleto el apretado establecimiento de cuatro mesas, y nunca más volvió a existir en el mundo un restaurante como aquel, que, por cuestiones de precio y conveniencia, sólo servía tres platos diferentes: huevo frito completo, o yema de huevo frita, o clara de huevo frita...