lunes, 4 de abril de 2011

0023

Frecuenté de forma irregular e intermitente la escuela pública masculina, teniéndola tan cerca de mi casa, porque la propia escuela funcionaba de ese modo. Y fue don Paco Armas el único maestro de carrera que me enseñó alguna cosa. Un buen día, de repente, apuntó para mí con la vara que usaba para castigar a los alumnos. Y me asusté, porque pensé que me iba a dar una paliza de las suyas, por algún motivo. Pero no. Lo que quería era peor que una paliza. Quería que yo encontrara el mar de Bering en el mapa colgado en la pared. Un mar del que yo no tenía noticias. Y entonces, desconcertado, navegué por todas las manchas azules del terrorífico mapa, hasta que encontré el nombre acabado en g en el extremo norte del océano Pacífico, que sí me sonaba de algo. "Aquí" -le dije, masticando la palabra. Y aquella vez, para asombro general, don Paco no se enfadó con la tardanza de mi respuesta. Muy al contrario, hasta se mostró comprensivo. Con calma, sin gritarme, y como segunda parte de la improvisada prueba, quiso que yo opinara en alta voz sobre una cuestión peliaguda: sobre si el océano Atlántico estaba más lejos del mar de Bering, o el mar de Bering del océano Atlántico. Quería enseñarme, y me enseñó, algo que con el tiempo cambiaría por completo el rumbo de mi vida: que Lanzarote no era el lugar más apartado del mundo, como yo siempre había pensado, y que el centro de mi existencia era yo mismo, estuviera donde estuviese.