martes, 5 de abril de 2011

0068

Contrariando mi costumbre de no salir del Arsenal, o de salir lo menos posible, yo había ido a cenar con un veterano de la Maestranza (Juvenal Aguirre) que a punto estaba de jubilarse y que no paraba de hablar de sexo. Durante la comida sólo hablamos de una cosa: de cómo y por qué él hacía el amor con su esposa los viernes por la noche, y nada más que los viernes por la noche, con la luz apagada y después de rezar el rosario. El motivo era evidente: el único baño que la pareja tomaba cada semana lo tomaba los sábados por la mañana, para ahorrar agua y jaboncillo... El tema no me interesaba, y la reiteración, siempre hablando de lo mismo, acabó con mi paciencia. Dejé al viejo verde con la cuchara en la boca, pedí que no me sirvieran el arroz con leche que había pedido de postre, abandoné el restaurante, y regresé al Arsenal por la calle de Comedias. Y, mientras regresaba, casi tropiezo con un guardia marina alto, delgado, alborotado y sonriente, que, saliendo de una sala de fiestas con un grupo de alegres compañeros, seguramente iba en busca del Juan Sebastián Elcano, que por casualidad se encontraba atracado en el puerto. Aquel guardia marina se llamaba Juan Carlos de Borbón, y su inesperada cercanía me dejó parado en medio de la calle, sin saber qué hacer. Pues nadie me había dicho antes si tenía o no tenía que saludar a los guardia marinas que se cruzaran en mi camino. Ni nadie me había enseñado a saludar a un príncipe, del mismo modo que sí me habían enseñado a saludar a un obispo, a una imagen santa, a un gobernador civil, o a la bandera. Pero a don Juan Carlos le hizo gracia mi desconcierto, y para tranquilizarme de alguna manera se llevó las manos a la cara, colocándoselas como si fueran orejeras, y torciendo la cabeza hacia otro lado bromeó con las palabras, sin levantar mucho la voz: "Yo no he visto nada, muchacho".