lunes, 4 de abril de 2011

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El secretario interino del ayuntamiento no era secretario interino por casualidad. Pues era hijo del que había sido secretario interino desde los tiempos de la guerra de Filipinas. Lo cual quiere decir que entre padre e hijo habían manejado la institución a su antojo durante medio siglo. Y por eso tenían un poder que a veces rivalizaba con el poder del cura, que no era poco. En realidad se sentían los dueños del municipio. El viejo ya estaba jubilado y no hacía otra cosa que contar mentiras, beber coñac y comer huevos duros, sentado durante días enteros en el lugar más visible de alguna tienda o de algún bar. Contaba que lo de Filipinas había sido un desastre porque los norteamericanos consiguieron apoderarse de la avanzada tecnología militar española, que a finales del XIX ya era asombrosa. Por ejemplo: desviar las balas enemigas con hojas de periódicos actualizados; o defenderse pegándole fuego a las aguas cristalinas de los ríos, dejando al enemigo del lado de allá... El hijo, por su parte, protegido por Falange, sencillamente pensaba que el cargo era suyo, para siempre, pasara lo que pasara. Y pasó que un buen día recibió la mala noticia de que había llegado un secretario de carrera, con credenciales de titular. El nuevo funcionario se llamaba Moisés Gómez Gutiérrez y venía de Madrid, aunque era de Ávila. Y, al llegar a Teguise y hacerse cargo de la administración municipal, la pasó bastante mal. Primero, porque en el propio ayuntamiento le hicieron la vida imposible; segundo, porque a la gente del pueblo no le gustaba su forma de vestir, siempre de terno y corbata, siempre elegante, ni mucho menos su forma de hablar, tan perfecta y tan castellana, que a los lanzaroteños les parecía ridícula, cuando no prepotente. Pero en el fondo don Moisés era una buena persona, yo sentía por él una mezcla de pena y admiración, y acabamos siendo amigos, contra toda lógica, y pese a la diferencia de edad, que podía haber sido un obstáculo. Yo le ayudé a soportar el rechazo de los vecinos, a vivir sin agua y sin luz eléctrica, y a caminar contra el viento. Él me ayudó a conocerme más a mí mismo y a renovar mis sueños. Y una tarde, dando un paseo, mientras hablábamos de lo divino y de lo humano, llegamos hasta el castillo. Como la subida de la montaña no fue cosa sencilla, al llegar a lo más alto nos sentamos a descansar al abrigo de los viejos muros, hasta que el Sol se perdió por el oeste, hundiéndose en el mar teñido de rojo. Con la llegada de la noche, la negrura de la isla negra se hizo asustadora. Don Moisés se quedó mudo durante un buen rato. Y se mostró maravillado, incrédulo, cuando una enorme luna llena llenó de luz el cielo y la tierra, y, acercándose a nosotros, nos dio la impresión, casi la certeza, de que estábamos navegando por el firmamento, libres, sin ataduras, como si fuésemos criaturas voladoras inventadas por Julio Verne. Don Moisés jamás había visto una luna como aquella, tan grande, limpia, blanca, redonda, baja y cercana, seguramente porque el cielo de Madrid debía de estar deteriorado, lleno de farolillos baratos e intermitentes. Y el hombre no pudo disimular la envidia. Y, envidioso, me contó que la capital de España no tenía lunas hermosas, no, no tenía, pero sí tenía algo mucho más importante: tenía, sí, la Puerta del Sol... Y me dejó con la boca abierta, y con la mente trastornada, de nuevo, por el deseo de abandonar Lanzarote para conocer y sentir lo desconocido. Si de verdad había una Puerta del Sol, y esa puerta estaba en Madrid, es que al Sol se llegaba por Madrid. Y yo quería llegar hasta el Sol, ahora sí, por la sencilla razón de que el Sol era el centro del sistema planetario...