Pero lo peor fue que mi padre también se creyó lo de mi noviazgo con Carmen Sevilla. Y, furioso, me mandó una carta terrible, proponiéndome un desenlace dramático: que escogiera para siempre (yo) entre mi relación con él o mi relación con Carmen. Y me advertía: de preferir la relación con Carmen, yo tendría que considerarme huérfano, porque habría dejado de tener padre, de hecho y hasta la muerte; él seguía siendo Domingo Hernández Domínguez (Maestro Domingo, un hombre serio), y no estaba dispuesto a enemistarse con la familia de Carolina, ni con Carolina, por causa de mi inadmisible afrenta... Leí aquella carta cuarenta veces, y un sábado, cuando ya me la sabía de memoria, tuve el valor de contestarla. Le dije a mi padre, con letra menuda pero bastante clara, que lo de Carmen Sevilla era una mentira evidente; que la verdad verdadera era otra: que me iba a casar con Candelaria Bethencourt, la tinerfeña que conocí en el barco, que había vivido en Venezuela, que amaba Barcelona, y que estaba empezando a interesarse por el cine... Y la reacción de mi padre fue brutal: "Si esa es tu verdad -me dijo- tendrás que arcar con las consecuencias. Pues este padre tuyo dejará de ser tu padre, ahora sí, a menos que rectifiques; y además, si no rectificas, si no te arrepientes, nunca más podrás vivir en paz, porque llevarás en tu conciencia el peso del daño hecho a tu familia y a la familia de Carolina, y serás manejado por esa tinerfeña que viaja sola de un continente a otro, que no conocemos de nada, y que, probablemente, hasta fuma y bebe". El recuerdo de que yo tenía una familia (mi único bien) me estremeció. Y saber que Carolina (la muchacha que tanto me había querido y esperado) estaba padeciendo una grave depresión, me partió el alma.