martes, 5 de abril de 2011

0077

Pero lo peor fue que mi padre también se creyó lo de mi noviazgo con Carmen Sevilla. Y, furioso, me mandó una carta terrible, proponiéndome un desenlace dramático: que escogiera para siempre (yo) entre mi relación con él o mi relación con Carmen. Y me advertía: de preferir la relación con Carmen, yo tendría que considerarme huérfano, porque habría dejado de tener padre, de hecho y hasta la muerte; él seguía siendo Domingo Hernández Domínguez (Maestro Domingo, un hombre serio), y no estaba dispuesto a enemistarse con la familia de Carolina, ni con Carolina, por causa de mi inadmisible afrenta... Leí aquella carta cuarenta veces, y un sábado, cuando ya me la sabía de memoria, tuve el valor de contestarla. Le dije a mi padre, con letra menuda pero bastante clara, que lo de Carmen Sevilla era una mentira evidente; que la verdad verdadera era otra: que me iba a casar con Candelaria Bethencourt, la tinerfeña que conocí en el barco, que había vivido en Venezuela, que amaba Barcelona, y que estaba empezando a interesarse por el cine... Y la reacción de mi padre fue brutal: "Si esa es tu verdad -me dijo- tendrás que arcar con las consecuencias. Pues este padre tuyo dejará de ser tu padre, ahora sí, a menos que rectifiques; y además, si no rectificas, si no te arrepientes, nunca más podrás vivir en paz, porque llevarás en tu conciencia el peso del daño hecho a tu familia y a la familia de Carolina, y serás manejado por esa tinerfeña que viaja sola de un continente a otro, que no conocemos de nada, y que, probablemente, hasta fuma y bebe". El recuerdo de que yo tenía una familia (mi único bien) me estremeció. Y saber que Carolina (la muchacha que tanto me había querido y esperado) estaba padeciendo una grave depresión, me partió el alma.