lunes, 4 de abril de 2011

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Mi primo Antonio, inteligente, bien parecido y lleno de vida, era como era porque había crecido y vivido sustituyendo de alguna manera, y hasta cierto punto, al padre ausente. Tenía cosas de adulto porque se sentía mayor. Y no le tenía miedo a los poderes públicos porque sabía que era menor, y los menores no eran castigados o perseguidos, en ningún caso, con demasiado rigor. Por una cosa y por la otra siempre estaba en el centro de los acontecimientos que animaban la sombría existencia de los niños y adolescentes del pueblo. Fue él, por ejemplo, quien nos enseñó a ganar algún dinero con el cobre, y con otros materiales, que encontrábamos en los pedazos de metralla, y en las bombas sin explotar, que los militares sembraban en el campo de tiro improvisado en la ladera de la montaña del castillo. Y fue él, también, quien organizó un ejército particular para defendernos del tedio que nos causaba el tiempo perdido, por causa de la escuela que no funcionaba, o que funcionaba mal, a veces sí y a veces no. Fascinado por la extravagancia de los soldados que ocupaban La Villa dispuestos a defender la patria en peligro, mi primo Antonio nos impuso una disciplina radical a cuantos nos encontrábamos en edad escolar, para luchar contra el peligro evidente de la ignorancia generalizada. O estábamos con él, alistándonos en su ejército, o estábamos contra él, matriculándonos en la escuela, a la espera de un maestro competente y responsable. Los que optaban por matricularse se arriesgaban a ser castigados por deslealtad, o por traición, dependiendo de las circunstancias. Los que optaban por alistarse tenían que someterse a una serie de pruebas salvajes. Para ser soldado raso bastaba con tener el coraje de tenderse en la calle, dejando que el camión de Rafael Robayna pasara por encima del cuerpo valiente, sin rozarlo. Para ser sargento había que hacerse los galones sin llorar, con algún instrumento cortante, en los tobillos o en las muñecas. Para ser comandante había que hacer un milagro: defecar en público, sin derramar una sola gota de orina, demostrando así un autocontrol sobrehumano... Yo fui sargento, renunciando a la escuela pública para siempre, y por eso tengo en los tobillos, todavía, las cicatrices que dan fe de lo que cuento.