martes, 5 de abril de 2011

0105

 
Mi chófer (que también era un buen mecánico y un buen electricista) se llamaba Nicola, parecía envejecido por el sufrimiento y la falta de salud, y no hablaba conmigo si yo no le dirigía antes la palabra. Pese al calor, usaba un sombrero de fieltro idéntico al de mi abuelo Pedro. No entraba en ninguna parte, ni hacía nada, sin antes pedir permiso. No recibía ninguna atención sin dar las gracias. Y su portugués, mal pronunciado, lleno de palabras extrañas y de acentos raros, no podía ser peor. No resultaba difícil saber, por tanto, que el buen hombre no era nordestino. Y un día, contrariando su forma de ser, me pidió un favor: que le prestara los libros que él mismo me había traído y desempaquetado, para tener el placer de leerlos, y para que los leyera un hijo suyo, muy interesado por todo cuanto sucedía y se pensaba en Europa... Le presté los libros de Fraga Iribarne, pasaron algunas semanas, y una madrugada, mientras regresábamos de Teresina por la peligrosa carretera de siempre, llena de cerdos, vacas y caballos, Nicola volvió a dirigirme la palabra sin que yo se la hubiese dirigido antes a él: quería decirme que tanto él como su hijo mayor habían aprendido mucho con lo que habían leído; que el sábado sin falta me devolvería todos los volúmenes; y que, como prueba de agradecimiento, me ofrecía un paseo -que podríamos hacer cuando yo quisiera y pudiera- para ver las bellezas que había del otro lado de la Ilha Grande de Santa Isabel, que para mí seguían siendo desconocidas, y que seguramente me iban a gustar mucho, mucho, mucho... Me lo dijo con tanto interés, que le dije que sí. Y programamos el paseo. Y el jueves al amanecer, como habíamos programado, fuimos a navegar por las entrañas de la Creación (del paraíso terrenal), en una lancha a motor que él mismo había construido para salir a pescar cuando no tenía otra cosa que hacer... El río Parnaíba recorría 1.485 kilómetros antes de encontrarse con el océano Atlántico y formar el delta indescriptible: 73 islas fluviales, laberínticos igarapés, manglares, carnaubas sin fin, dunas blanquísimas, pájaros y peces de todos los tamaños y colores... Nicola conocía todo aquello como la palma de la mano. Pero no era verdad que me quisiera mostrar todo lo que conocía. Quería que yo conociera, ante todo y sobre todo, una de las islas más grandes y más bonitas del delta: la Ilha das Canárias!