martes, 5 de abril de 2011

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Habíamos quedado en que yo informaría a Paulino Dornelles sobre mi dirección en São Paulo, cuando la supiera, para que él pudiera informar al presidente Goulart, para que éste pudiera comunicarme el lugar y la fecha de la entrevista que me abriría de par en par, para siempre, ahora sí, las puertas del futuro. Y, por razones que no vienen al caso, me hospedé en el Hotel Algarve (un pequeño y feo prostíbulo que había frente a la Biblioteca Municipal, en la parte baja de la rúa de la Consolação), que no era el Ritz, pero que era barato y estaba bien localizado, a cincuenta metros de la Biblioteca y a menos de cien del edificio de O Estado de S. Paulo, el gran periódico de la familia Mesquita. Podía haber sido mejor, pero, en todo caso, el problema era otro. Era encontrar a Paulino, que todavía, después de su vuelta a Brasil, seguía sin tener residencia fija porque el Itamaraty, como los demás ministerios, sufría las consecuencias de la mudanza de la capital, de Río de Janeiro para Brasilia, y en la práctica no estaba ni en un sitio ni en el otro, o estaba en los dos. Y como los teléfonos no funcionaban (conseguir una conferencia interurbana podía ser un problema de horas o de días), y el Correo era la esencia misma del caos, el Hotel Algarve llegó a parecerme una desagradable y peligrosa prisión. Sin saber qué hacer, y teniendo que hacer alguna cosa para librarme de las putitas y del portugués que regentaba el prostíbulo, se me ocurrió un absurdo: mandarle una carta certificada a Paulino Dornelles, con la dirección que el Ministerio de Exteriores había tenido (o seguía teniendo) en Río de Janeiro. Aquella carta no llegaría jamás, ni nadie la contestaría, pero sentí que mi conciencia se aliviaba con la decisión de escribirla... Pasó el tiempo, mi vida evolucionó de otra manera, Brasil entró en una fase oscura de su historia, y una noche, después de participar de un debate político, el capitán Henrique Galvão y yo salimos de la Biblioteca Municipal con intención de ir hasta su sencillo apartamento de exiliado, que estaba muy cerca, a un paso del Hotel Algarve, mientras seguíamos hablando de nuestro tema preferido: la Operación Dulcinea (el asalto al vapor Santa María, en enero del 61), que el propio Galvão había liderado, y en la que habían participado demócratas portugueses y españoles con la loca intención de dañar la imagen de las dictaduras de Salazar y de Franco. Y de eso hablábamos, cuando fuimos interrumpidos por el gerente del hotel, que nos reconoció a los dos: al capitán, de ver su fotografía en O Estado de S. Paulo; y a mí, entre otras cosas, de haberme ido de su establecimiento sin pagarle la factura de la lavandería. Al principio me preocupé, pero enseguida supe que había una noticia que podía ser buena: un bonito sobre de la Presidencia de la República, que el gerente había guardado con temor, y que era para mí. El presidente João Goulart me convocaba para una reunión en Río de Janeiro, el 13 de enero del pasado año de 1963, sin sospechar que cuando llegara abril del 64 (que ya había llegado) iba a perder el poder, por el golpe de estado que lo expulsó del país...