martes, 5 de abril de 2011

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En realidad, ni mi padre ni yo habíamos sabido nunca lo que era la felicidad. Lo que yo había buscado y seguía buscando era otra cosa. Era la posibilidad de ser, de hacer, de realizarme. Y si de ser y de hacer se trataba, por fin había dado en el clavo. La ciudad de São Paulo era como quince o veinte Barcelonas juntas. En ella se concentraban todas las oportunidades imaginables y todos los fracasos posibles. Para bien y para mal, quien no se encontrara a sí mismo en la capital paulista no podría encontrarse en ningún otro lugar del planeta Tierra. Seguir discutiendo sobre los pormenores de la suerte y la desgracia, o sobre el norte y el sur, era una tontería. Sin embargo, yo seguí reflexionando hasta hoy sobre la diferencia de fondo que hay entre vivir sometiéndose a una realidad ya desarrollada y consolidada, y vivir desarrollando y consolidando la realidad. São Paulo fue fundada por un canario de La Laguna llamado José de Anchieta. La fundó fundando un colegio junto a un arroyo de aguas claras, cuando el Brasil era poco más que una esperanza sin fin. Y el milagro se hizo solo, y se sigue haciendo, porque nunca hubo, ni hay, consolidación anterior que lo impida o dificulte. Mientras São Paulo creció hasta ser lo que es, La Laguna antigua y señorial siguió siendo más o menos lo que era. Lo que quiero saber y nadie ha sabido decirme es la cantidad de colegios que el Padre Anchieta tendría que haber fundado en Tenerife, para que en su isla de nacimiento sucediera algo parecido a lo que sucedió en su tierra de adopción.