martes, 5 de abril de 2011

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Pero en España habían inventado una broma turística que decía: Spain is different. Y en el país de las castañuelas, que no había olvidado por completo la crueldad de la Guerra Civil, nada se movió demasiado hasta el 20 de noviembre de 1975, cuando Francisco Franco, caudillo por la gracia de Dios, falleció en su propia cama, enchufado a los tubos y cables de una ciencia repugnante, dejando "todo atado y bien atado". De nuevo se repetía el misterio de las fechas: faltaba un mes exacto para que se cumpliera el segundo aniversario del asesinato de Carrero Blanco... Sin Franco y sin Carrero Blanco, y después de una historia tan convulsa, la ocasión parecía un milagro: una oportunidad única para el pueblo español poder alcanzar su propia libertad -el respeto a sí mismo- echando por la calle de en medio... Pero lo que sucedió fue desconcertante, al menos para mí, que siempre había esperado otra cosa: al revés que en el Portugal del 25 de Abril, el Ejército español siguió defendiendo lo indefendible (el franquismo sin Franco), y los españoles aceptaron una democracia caída del cielo, e implantada en tierra firme, sin claveles, por un rey (el simpático guardia marina Juan Carlos de Borbón) que había jurado fidelidad al dictador fallecido. Quiso implantarla y no pudo, con Carlos Arias Navarro, franquista feroz, presidiendo el Gobierno. Y consiguió implantarla, para asombro general, pidiéndole a Adolfo Suárez que dejara de usar la camisa azul de secretario general del Movimiento (el partido único de la dictadura), que atravesara la calle de Alcalá vistiendo ropas más decentes, y que se comportara como un verdadero demócrata de toda la vida... Todo eso fue así, es verdad, pero yo vivía en Parnaíba. Y en Parnaíba, tan lejos, con tanto calor, costaba creer que algún monarca fuese demócrata; que los soberbios vencedores de la Guerra Civil fuesen razonables; que los perdedores, después de tanto sufrir, no tuviesen nada serio que hacer o que decir... Empecé a dudar de mis propias convicciones cuando mi chófer, cada vez que iba a Correos a recoger la correspondencia, volvía con paquetes de libros escritos por Manuel Fraga Iribarne. De locos: el mismo hombre que había sido ministro de Información y Turismo cuando los protegidos del Ministerio me complicaron la vida, me mandaba ahora libros que hablaban de progreso, justicia y libertad. Y, además de libros, también me mandaba tarjetones escritos a mano, con letra atormentada, casi ilegible, en los que me sugería una y otra vez que volviese a la patria amada, para participar del renacer esplendoroso...