martes, 5 de abril de 2011

0118

Mi identidad, como la elegancia de que hablaba Areílza, no era nada externo, heredado, comprado o prestado. Era la conciencia que yo tenía de ser yo mismo y de ser distinto a los demás. Lo entendí cuando percibí que había vivido más tiempo fuera de Canarias que en Canarias. De no haberme ido nunca, hubiera sido otro. Y era otro, sí, porque me fui muchas veces, para muchos lugares. O, dicho de otra forma: yo no podía encontrarme en el origen (en Teguise) porque ya no era el Domingo Hernández que se había ido, sino el Domingo Hernández que había vuelto transformado por otras realidades y otros sentimientos, mejores o peores. Lo que yo buscaba estaba dentro de mí, y siempre había estado, en todo tiempo y lugar. Por eso no servía de nada seguir huyendo, hacia atrás o hacia delante. Tenía que parar, para quererme a mí mismo, con mis defectos y virtudes, sin miedo a que la Bossa Nova me gustara más que las isas y folías, o que el pasodoble; sin ocultar que era y no era canario, porque en realidad lo había sido y lo seguía siendo en algunas cosas. Y paré. Dejé de pelearme con el mundo y con la vida, compré una casa en Temblor, junto a la basílica de la Virgen del Drago, y en esa casa me dediqué a escuchar buena música, a escribir para mí mismo, y a pintar, acompañado de Atlántida, la cariñosa gata persa que se sentía feliz a mi lado, o encima de mí, o lamiéndome los pies descalzos.