martes, 5 de abril de 2011

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A Manuel López Novo, un gallego culto y sensible afincado en Madrid, y profundo conocedor de las cloacas políticas de la capital, le interesó mucho una serie de artículos que yo había escrito sobre la supuesta democracia española, vista por un español desde fuera de España. Le gustó, sobre todo, y al revés que a Perales, lo que yo decía sobre tres cuestiones específicas: las relaciones con el Portugal democrático; las relaciones con América Latina, en general; y las relaciones con Brasil (mitad de Sudamérica en territorio, población y economía), en particular. Y se le ocurrió mandarle una carpeta con todos aquellos textos a su amigo Felipe González Márquez, secretario general del Partido Socialista Obrero Español. El resultado fue un encuentro a solas, entre el político sevillano y yo, en la casa que el propio López Novo tenía en Colmenar Viejo. Felipe llegó en un coche grande y ruidoso, despeinado y mal vestido, como si de verdad fuese un obrero de la construcción en plena faena, acompañado de media docena de guardaespaldas que metían miedo. En conjunto y a primera vista parecían una banda de atracadores dispuestos a secuestrarme. Pero enseguida se impuso el famoso encanto personal del líder socialista, y la merienda que nos habían preparado se convirtió en una larga, agradable y provechosa lección magistral. Yo no había conocido nunca a nadie que entendiera la política como Felipe González la entendía. Lo que él pensaba y decía dejaba los libros de Fraga Iribarne en el plano de la literatura costumbrista: de los discursos patrióticos, estridentes pero vacíos. Para Felipe, la política era una ciencia exacta implantada y practicada como una religión, o, tal vez, una religión implantada y practicada con rigor científico. La ciencia-religión, o la religión-ciencia, tenía nombre: socialismo. Y la iglesia que predicaba y defendía esa religión se llamaba PSOE. Los afiliados eran los creyentes. Y nadie podía afiliarse, ni ser sacerdote, sin saber y sin obedecer el catecismo: las verdades indiscutibles recogidas y ordenadas en los estatutos del partido. Con tanta perfección, organización y claridad no era difícil detectar y clasificar los males de España, ni recetar y programar los remedios respectivos. Por eso no había problema español grande o pequeño que Felipe no conociera, ni solución o alternativa que no estuviese en su cabeza. Admirable. Más que admirable. Pues era como si el secretario general del PSOE estuviese diciendo lo que yo mismo había querido decir tantas veces, sin saber o sin poder decirlo. Sin embargo, el desacuerdo surgió cuando, después de tanta conversación, me resultó difícil abandonar la certeza de que Felipe González era un obispo disfrazado de político: él no dudaba de nada y yo dudaba de todo; él había encontrado la verdad, y yo estaba lejos de encontrarla; él quería reinventar España, y yo me conformaba con integrarme en la que ya existía; él no estaba para servir a los españoles, sino para salvarlos, siendo seguido y aclamado por ellos, y yo soñaba con compartir los defectos y virtudes del pueblo imperfecto; él adoraba ser adorado por las multitudes, y yo las temía y detestaba. Al final de la tarde, y sin más café en la cafetera, la simpatía y el respeto personal habían aumentado, pero el abismo ideológico era insalvable: yo no podía creer en la libertad colectiva antepuesta a la libertad individual; ni en la igualdad por obligación; ni en la fraternidad con letra y música, cantada a coro, con el puño en alto. Y no creía, porque ya había creído en las misas, sermones, procesiones y milagros del párroco de la Villa de Teguise. Ahora, para mí, la democracia no era otra cosa que el ejercicio de la simple y pura libertad; y no había libertad sin haber la posibilidad de equivocarse. Para mí, no ser socialista no podía ni debía ser un pecado mortal, castigado con la marginación...
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